Ahora viene algo más grande, ocurrido en un lugarejo al que Lucas llama pomposamente “ciudad”, Nazaret, y que no era más que un pueblo pequeño de los muchos casi anónimos que había en Galilea.
¡Qué belleza la de esta página incomparable de Lucas! Una muchacha que se llama María, de unos catorce o a lo más quince años, pero muy madura; virgen integérrima, aunque casada con José, originario de la estirpe de David, con un compromiso que entre los judíos era ya matrimonio verdadero, aunque los contrayentes no vivieran todavía juntos.
María está en la casa, sola en su cuarto con los quehaceres propios de una chica de su edad, y recibe de repente, sin previo aviso, la visita de un joven bello que le sonríe y le dirige unas palabras que la dejan turbada, a pesar de ser tan limpias y cariñosas:
-¡Alégrate, la llena de gracia! El Señor está contigo.
Como quien no dice nada, le ha puesto a la jovencita un nombre nuevo, que Lucas nos lo da en griego, “Kejaritoméne”, “La llena de gracia”, precedido de otra palabra que compendia el mensaje más dichoso que por esta criatura recibimos todos: “Jaire, ¡Alégrate!”. La buena nueva del Evangelio, que comienza en este momento, es todo júbilo para el mundo entero. A la vez que se identifica, sigue el Ángel con acento cada vez más ponderado:
-Soy el ángel Gabriel; vengo a ti de parte de Dios para comunicarte que vas a ser mamá, pues vas a concebir en tu seno y dar a luz un hijo al que le pondrás por nombre JESUS.
María no sale de su asombro:
-Pero, ¿qué significa todo esto?
-¿Y quieres saber quién y qué va a ser tu hijo? Será grande y se llamará Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de su antecesor el rey David, reinará en el linaje de Jacob para siempre, en el nuevo Israel de Dios, y su reinado no tendrá fin.
María conoce muy bien las Escrituras, que escuchaba cada sábado en la sinagoga, y se da cuenta perfectamente de que el Ángel le habla del Mesías prometido, y se pone a reflexionar:
-¿Yo? ¿A mí me elige Dios para madre del Mesías? No le puedo decir ¡No! a Dios, y desde el principio le digo ¡SÍ!, pero Dios sabe muy bien que le tengo entregada a Él mi virginidad y José estuvo acorde conmigo cuando le confié mi propósito. En este caso, tendría que darme a José, si es lo que Dios quiere. Pero esto es un imposible ante el voto que tengo hecho a Yahvé.
Gabriel sonríe cariñoso en estos momentos sublimes de silencio, pues sabe la respuesta que trae del Cielo. María se muestra reflexiva, serena, y hace su observación:
-Oye, Ángel de Dios: ¿cómo va a poder ser esto, que sea yo madre permaneciendo virgen?
Aquí la esperaba Gabriel:
-Queda tranquila, María, porque el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, lo que ha de nacer de ti será santo y se le llamará Hijo de Dios. Todo será obra de Dios, no de hombre.
María no duda un instante del poder divino; cree a la primera y no pide prueba alguna, pero el Ángel se le adelanta a darle esa prueba:
-Mira, también tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está en su sexto mes aquella que fue siempre estéril, porque para Dios nada hay imposible.
María, además de que cree, recibe indiscutiblemente una luz especialísima del Espíritu Santo, vislumbra una misteriosa maternidad divina, se da cuenta de la responsabilidad que se echa encima, y responde humilde y con generosidad grande de su corazón:
-Aquí está la esclava del Señor. Que se realice en mí todo lo que me has dicho.
Y el Ángel, cumplida su excelsa misión, desapareció subiéndose al Cielo, dejando a María pensativa y gozosa. Desde este instante, y hasta que muera en edad avanzada, le dominó un solo pensamiento, un solo nombre, y un solo amor: JESUS. No ha habido madre más privilegiada.
El mejor comentario a este “Que se cumpla en mí tu palabra”, lo pone Juan en su evangelio. Sin más espera, en aquel mismo instante, “el Verbo de Dios, su Palabra, su Hijo, se hizo hombre, y habitó entre nosotros”. Desde ese momento, en el seno de su madre, el Hijo de Dios, Jesús, era un hombre como cualquiera de nosotros. Dios se hacía una criatura, y una criatura escalaba las alturas de la Divinidad. Por un diálogo de la primera mujer que creyó al ángel caído Satanás, perdíamos en el paraíso a Dios. Por un diálogo de otra mujer, María, la segunda Eva, que cree al Ángel mensajero de Dios, entramos en el paraíso eterno.