Se ha dicho con acierto que la Historia de la Iglesia no es otra cosa sino el desarrollo de los principios de Luz y Vida traídos por Jesucristo a la tierra. Jesucristo enseñó la VERDAD con su Doctrina y comunicó la VIDA divina con los Sacramentos; y la Iglesia que El fundó se encarga de llevarlas con su evangelización y actividad a todos los rincones del mundo hasta el fin de los siglos.
Si miramos lo que nos enseñó el Concilio la Iglesia fue iniciativa de Dios Padre, el cual, con todos los redimidos, se está preparando para la eternidad “una Iglesia universal en su casa de Padre”, el cual va a realizar su plan por medio del Hijo, de cuyo costado muerto en la Cruz nace la Iglesia, a la que envía el Espíritu Santo en Pentecostés para que la gobierne con sus dones y la santifique con sus frutos (LG 2-4).
Iniciamos así la Historia de la Iglesia remontándonos a su origen divino, porque es obra de las Tres Divinas Personas. Sabido el misterio, pasamos a Jesucristo, el fundador de la Iglesia, el “iniciador y consumador de nuestra fe” (Hbr 12,2). Entramos con Él en la historia visible de la Iglesia peregrina en la tierra.
Por los Evangelios y por la gracia de Dios, nosotros conocemos a Jesucristo muy bien y no hemos de narrar aquí su vida.
Jesucristo, hombre nacido de una mujer, de María Virgen, nada más iniciada su vida pública, y junto a las márgenes del Jordán, ya manifestaba la ilusión que llevaba en la mente de fundar la Iglesia. Y así, le dice a Simón, apenas lo ve por vez primera y clavando en él su mirada penetrante: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que quiere decir piedra” (Jn 2,42). Era una profecía y una promesa.
¿Con qué mundo se encontró Jesús en su Palestina natal al querer fundar su Iglesia? ¿Podía copiar algo de alguien, o ser original del todo?… La Iglesia que Jesucristo fundaba no se iba a basar en ningún modelo de los partidos religioso-políticos existentes en el Israel de sus días, porque ninguno se acomodaba a su plan y para nada le podían servir.
En modo alguno contaría con los HERODIANOS, partido puramente político, aliado de los Romanos, y que si practicaba algo de la religiosidad impuesta por la Ley era por simple oportunidad.
Con los SUMOS SACERDOTES del Templo, igual. Eran unos aprovechados políticos y, religiosamente, unos simples funcionarios del culto oficial.
Con los SADUCEOS, nada. La gente más rica. Materialistas, también apegados a Roma porque les convenía, negadores de la vida eterna. Nada más opuesto a la doctrina de Jesús.
Los ESCRIBAS de la Ley no se podían entender con Jesús, pues eran los mayores responsables de aquellas insoportables costumbres convertidas en ley que hacían imposible el cumplimiento de la verdadera Ley de Dios.
¿Y los FARISEOS, tan conocidos? Eran todo un caso. El partido religioso que dominaba en el pueblo, y con sus sueños políticos del Mesías triunfador. Es indiscutible que había entre ellos muchos muy buenos, y que se hicieron magníficos amigos de Jesús. Baste citar a Nicodemo. Pero la mayoría, ¿qué eran? Los cumplidores exactísimos de la Ley sólo por fuera; exigentes hasta el extremo con los demás de las normas imposibles dictadas por los escribas; llenos por dentro de rapacidad, de hipocresía, la “raza de víboras”, los “sepulcros blanqueados”, definidos así por Jesús, el cual chocaba con ellos continuamente.
Quedaban los ESENIOS, magníficos, pero con los cuales nunca intervino Jesús ni se mezcló con ellos. Eran una especie de monjes, que vivían retirados, en vida de oración y austeridad, muy dados a Dios. No era raro entre ellos el celibato, al menos temporal. Aunque ejemplares en su conducta, Jesús será totalmente original y no va a tomar nada de ellos para su Iglesia.
El mal peor con que se encontró Jesús en su tierra de Palestina fue que se había desvirtuado el sentido de las profecías respecto del Mesías o Cristo. Los profetas hablaban del prometido descendiente de David como el iniciador de un reinado de paz, de justicia, de concordia entre todos los ciudadanos, modelo de todos los pueblos de la tierra, que mirarían con envidia a Jerusalén y acudirían a ella para tener también ellos a Yahvé como su Dios.
Pero, desde hacía más de un siglo, al verse dominados por los sirios Seléucidas y después por los Romanos, se introdujo la idea equivocada de un reinado temporal, sociopolítico, de un Mesías triunfador con hegemonía sobre todos los pueblos, sometidos a Israel.
Ante esta falsa expectativa del pueblo, Jesús se retiraba, no quería que le aclamasen las turbas ni lo atraparan para constituirlo rey. Al ser juzgado por Pilato, el Procurador Romano, declaró sencillamente su verdad, por más que preveía las consecuencias: “Sí, yo soy rey; pero mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36-37).
Jesús defraudaba las expectativas de todos los partidos políticos, y Roma sabía que condenaba a un hombre del todo inocente, pues no era ningún rebelde contra el Imperio.
Jesús predica, realiza milagros, se ve rodeado de turbas y cada vez se convence de la necesidad de más trabajadores que sigan un día su obra. Buen conocedor de los hombres, se pasa toda una noche en oración con el Padre barajando nombres:
-De entre tantos discípulos que me siguen, ¿a quiénes escojo? Necesito doce. Porque el nuevo Pueblo de Dios, prefigurado en el antiguo Israel, ha de estar basado sobre otros Doce, y se definen los elegidos: Pedro y Andrés, Santiago y Juan, Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo, Santiago el de Alfeo y Judas Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote.
Buen organizador, Jesús establece la unión entre ellos escogiendo a uno como cabeza y jefe, que hará visiblemente las veces suyas, Cabeza y Jefe invisible porque estará en su gloria hasta que vuelva al final de los tiempos. El escogido es Simón, al que ya había llamado Cefas, y le dice solemne: “Tú eres Roca, y sobre esta roca edificaré yo MI Iglesia. Y te aseguro que todas las fuerzas del infierno no podrán contra ella” (Mt 16,18).
Antes de morir, a estos Doce, llamados Apóstoles por Él mismo (Lc 6,13), los consagró en la Ultima Cena confiriéndoles el poder de convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre que en la cruz iba a entregar en sacrificio, a la vez que les daba el encargo: “Hagan esto como memorial mío” (Lc 22,19). ¿Hasta cuándo? Lo especificará un día Pablo: “Hasta que el Señor vuelva” (1Co 11, 26).
Como los apóstoles no entendían tanta palabra que Jesús les enseñaba, en aquella misma sobremesa les hacía la promesa: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, les guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,13).
Resucitado el Señor, y habiendo pagado con su sangre por el rescate de todos, les confiere a los apóstoles el poder sobre el pecado: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,22)
Y antes de subir al Cielo, en gesto solemne les da el último encargo: “Se me ha entregado todo poder en el cielo y en la tierra. ¡Vayan, pues! Y hagan discípulos de todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20).
¡Vaya líder que se muestra Jesús!…
Para dar ilusión a su Iglesia, el Espíritu Santo se encargará de repartir siempre dones carismáticos a los creyentes.
Pero, a la vez, dará a la Iglesia la firmeza de una institución solidísima, con una Jerarquía unida en el que es la Roca inconmovible, Pedro, el Vicario de Jesucristo, con promea de subsistencia en sus sucesores hasta el final de los siglos.
La Iglesia estará así gobernada invisiblemente por el Espíritu Santo, nos ha dicho el Concilio, “con diversos dones jerárquicos y carismáticos”.
Al verla, nadie podrá dudar de que la UNICA Iglesia de Jesucristo es la que subsiste sobre la Roca, sobre Pedro, sobre el Papa, sucesor ininterrumpido del pescador de Galilea.
Además, con esta Institución jerárquica, por muchos que fueran los carismas personales, siempre se cumpliría su gran deseo: “¡Que todos sean uno!” (Jn 17,21).
Los Doce Apóstoles ─a los que les ha confiado todos los tesoros de Luz y Vida, la VERDAD y la GRACIA, con su Doctrina y los Sacramentos─ tendrán sucesores incontables, que por Jesús se jugarán incondicionalmente la vida, a fin de estar dispuestos a llevar el Evangelio a todas las gentes.
Jesucristo se demostró, al fundar su Iglesia, un organizador tan genial como sencillo.
La Iglesia, el Pueblo nuevo de Dios, “tiene como meta el Reino; como estado, la libertad de sus hijos; y como única ley, el precepto del amor”. O, como dice otro prefacio, “la Iglesia, vivificada por el Espíritu, resplandece como signo de unidad ante todos los hombres, da testimonio de El en el mundo y abre a todos las puertas de la esperanza”.