María, que se sabe ya madre, mayor de edad y, aunque desposada, con el consentimiento del esposo marcha por su cuenta a Ain Karin para visitar a su pariente Isabel a la que considera necesitada de ayuda en estos tres meses últimos de embarazo, como ha sabido por el Ángel. No va sola, pues hubiera sido una imprudencia el recorrer los ciento treinta kilómetros que le esperaban de caminata. Lo más probable es que fuera esto a finales de Marzo o primeros de Abril, y se uniera a un grupo de parientes o amigos que subían hasta Jerusalén por la Pascua. Y, aunque guardándose su secreto, nada impide pensar el que fuera hasta Jerusalén con José, del que se separaría después para ir a la casa de su prima. En Jerusalén debió visitar el Templo durante el sacrificio matutino o vespertino con la oblación del incienso, y, de ser la Pascua, haber comido allí el cordero pascual con familiares o amigos.
Metiéndose en algún otro grupo, de Jerusalén emprendió María el camino hacia Ain Karin, la aldea de la montaña de Judea a solo unos siete kilómetros, que se recorrían en un par de horas. Dice Lucas que María “fue con prontitud”. Un detalle psicológico precioso, es decir, llena de ilusión y alegría juvenil, sin la pena de que, por su virginidad ofrecida a Dios, hubiera quedado con la vergüenza de toda mujer israelita al verse estéril de por vida. Ahora, permaneciendo virgen, era también mamá, y su alegría era inmensa. Además, como hija del pueblo, como una “pobre de Yahvé” que escuchaba en la sinagoga cada sábado las profecías y suspiraba como nadie por la venida del Cristo, no podía con su gozo: ¡Si supieran lo que yo llevo dentro!…
Llegada a la casa de Zacarías, Isabel, que se ha recluido recatadamente durante su embarazo, ahora sale a la puerta con las señales evidentes de su maternidad, las dos “madres” estallan en gozo incontenible y desarrollan una escena idílica por demás:
-¡Isabel!…
-¡María! ¿Tú por aquí?…
Un abrazo y unos besos efusivos entre las dos primas. De repente, Isabel se calla enajenada. Y vuelta en sí, exclama con sorpresa:
-Pero, ¿qué es esto? ¿Si la criatura que llevo en mi seno está dando saltos de alegría? ¿Por qué?…
Su sorpresa le dura muy poco. El Espíritu Santo se posesiona de ella y la ilumina poderosamente. María no ha dicho ni una palabra, pero Isabel lo comprende todo, y suelta un exabrupto a gritos:
-¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Y de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? Si con solo escuchar yo tu saludo, la criatura no se ha aguantado y ha empezado a saltar dentro de mí.
Juan había quedado santificado en el seno de su madre. E Isabel sigue hablando:
-¡Dichosa tú que has creído, pues se cumplirá en ti todo lo que el Señor te ha dicho!
María calla pensativa. Se siente también de repente dominada por el Espíritu, y, sin pensárselo tampoco, estalla en otro grito igualmente incomprensible:
-¡Proclama mi alma la grandeza del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava! Desde ahora me llamarán dichosa las gentes de todos los tiempos, porque ha hecho cosas grandes en mí el que es Todopoderoso…
¿Idilio y encantos solamente en esta escena incomparable de las
dos mamás? No. Se esconden verdades muy grandes que la Iglesia guarda con mucho amor. Ante todo, Juan es santificado por Jesús, pero Jesús lo hace por medio del simple saludo de su Madre. Así será María siempre: ella dará su Hijo, el cual será quien realice la salvación de todos, con María asociada a su obra redentora.
Con esa palabra de Isabel a María, “¡Feliz la que ha creído!”, nos asegura a los creyentes la dicha de nuestra fidelidad a la Palabra de Dios.
Isabel adivina lo que es su prima: llamar “Madre de mi Señor” a María podría significar que el Espíritu Santo le hacía barruntar una misteriosa maternidad divina, porque “Señor” en Israel no lo era sino Dios. Aunque puede ser que sólo se refiriera al Mesías, pues también al rey se le daba en Israel el título de “Señor”, e Isabel pensaría en María como madre del Cristo tan esperado.
La última sorpresa nos la da María con su desconcertante profecía: “Me llamarán dichosa todas las generaciones”. ¿Una pobre muchachita judía, que se llama a sí misma “esclava” en el país más despreciable del Imperio, se atreve a decir semejante “disparate”, y disparate que se ha cumplido al pie de la letra? El que no lo ve o no lo entiende, el que lo niega, el que lo silencia y hasta lo prohíbe en el culto a la Virgen, es porque se empeña en enfrentarse abiertamente contra el Espíritu Santo.
Pasan tres meses. A Isabel, ya de edad avanzada, le viene de primera esta su joven prima, llena de vida y generosa:
-Isabel, tú descansa lo que quieras, que yo haré lo que pueda, y puedo hacerlo todo. Por algo me vine de inmediato al saber que estabas en tu sexto mes.
Zacarías, entre tanto, parecía casi una momia, sonriendo siempre, trabajando en traer la leña, manteniendo la lámpara encendida, moliendo el trigo para el pan en vez de la mujer y haciendo otros quehaceres domésticos, aparte de los propios que tuviera siempre, pues los sacerdotes en sus casas, cuando no estaban en el servicio del Templo, trabajaban igual que cualquier hombre en un oficio familiar. Pero el pobre pasaba el día sin escuchar ni pronunciar palabra. Aquel castigo tenía mucho de una humorada del Ángel.
Hasta que llegó el día del nacimiento de Juan. Ocho días de grandes alegrías, con felicitaciones inusitadas de todos los vecinos, pero Zacarías continuaba en su pertinaz mudez. Y tenía que hablar para indicar el nombre que él debía imponer al recién nacido en la circuncisión. El Ángel se lo había dictado, “Juan”. E Isabel lo debió saber porque el mismo Zacarías se lo pudo escribir con tiempo, pues no se explica la terquedad de la mujer en ir contra el parecer de todos: ¡Juan, y basta! Juan, que significa en hebreo misericordia, gracia, bondad de Yahvé. Le preguntan a Zacarías “por señas”, pues también había quedado sordo y no solo mudo; él pide una tablilla encerada, y escribe claramente con el stylus o punzón: “Juan es su nombre”.
Pasmo en todos los presentes. Y sube al colmo la admiración y el entusiasmo cuando Zacarías estalla de repente en voz alta:
-¡Bendito sea el Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo!…
Y sigue con un himno que es una joya, resumen de todas las promesas de Dios en el Antiguo Testamento sobre el Mesías.
Lucas no dice una palabra del bebé, y salta sin más hasta el muchacho de trece años, cuando ya se le consideraba de mayor edad:
-El niño crecía y se robustecía en el espíritu, y vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel.
Llegará un momento, dentro de treinta años, en que estudiaremos estas interesantes palabras.
¿Y María? Dice Lucas que “se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa”, como si no hubiera estado en el nacimiento de Juan. Pero ya se ve que María se quedó para ayudar a su prima cuando más la iba a necesitar en los primeros días del bebé. Por otra parte, esos detalles del nacimiento de Juan nos indican un testigo de primerísima mano, que no pudo ser sino María.