El libro de Lucas, “Hechos de los Apóstoles”, nos va a ahorrar el describir una historia muy larga. Nos vamos a atener a algunos acontecimientos más notables, remitiendo con la cita respectiva al mismo libro de los Hechos.
Pentecostés fue la gran manifestación de la Iglesia que había nacido del costado de Cristo pendiente de la Cruz. Desde la Ascensión hasta este día, los Once permanecieron en el Cenáculo, con María, esperando el cumplimiento de la gran promesa de Jesús: la venida del Espíritu Santo.
En estos días se produjo un hecho muy significativo: la elección de Matías como Apóstol en sustitución de Judas el traidor (Hch 1,15-26). La iniciativa partió de Pedro y fue él quien se presentaba como Jefe incuestionable, admitido por todos sin discusión. Los Doce con Pedro. La Iglesia, Institución jerárquica desde el primer momento, antes incluso que la carismática de Pentecostés. Recibido el Espíritu Santo el día de Pentecostés, será también Pedro quien se dirija a la multitud cono Jefe; aunque los demás Apóstoles hablarán sin distinción a todos los que llenen las explanadas del Templo, adonde debieron bajar desde el Cenáculo, pues cabía muy poca gente ante su entrada, y fueron tres mil los que se bautizaron aquel día.
Los Hechos nos narran maravillas de aquellos nuestros primeros hermanos en la fe. “Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en la fracción del pan, en las oraciones”. “Todos los creyentes estaban de acuerdo, tenían todo en común y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno”. “Acudían diariamente al Templo con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2,42-46). Notemos: “La fracción del pan”. ¡La Eucaristía desde el primer amanecer cristiano!…
Vemos que en Jerusalén se desarrolló una Iglesia preciosa, llamada la Iglesia primitiva o apostólica. La mayoría eran judíos. Pero hubo también muchos prosélitos y temerosos de Dios de todos los países, que tenían sus sinagogas respectivas en la Ciudad santa. Muchos de esos prosélitos se unieron a los creyentes el mismo día de Pentecostés. Hasta que un día se enzarzó la lucha de discípulos griegos, es decir no judíos, con otros prosélitos de otras sinagogas. Debía ser el año 34, unos cuatro después de la Resurrección. ¿Causa? La fe en Jesús. Parece que en la contienda no entraron discípulos judíos. El diácono Esteban arrollaba con su sabiduría y su elocuencia, hasta que, al asegurar que veía en los cielos a Jesús a la derecha de la Majestad, es decir, al confesarlo verdadero Dios, fue sacado con violencia y apedreado fuera de la ciudad, ante aquel joven Saulo que consentía como nadie en la muerte de Esteban. Era el primer mártir de Jesucristo, entre millones que le seguirán.
Todos sabemos la consecuencia inmediata que tuvo la muerte de Esteban. Se desató una persecución tremenda contra la Iglesia, alentada por Saulo más que por ningún otro.
Solamente, que vino lo de Damasco. El terrible perseguidor caía frente a sus puertas ante el Señor, que se le aparecía deslumbrante: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Y Saulo, Pablo, se iba a convertir en el apóstol más formidable de Cristo. Desde la Resurrección de Jesús y Pentecostés, la conversión de Pablo es el hecho más trascendental que ha sucedido en la Historia de la Iglesia.
Otro acontecimiento de suma importancia ocurrió en estos primeros años, narrado en el capítulo 10 de los Hechos. Los creyentes de Jerusalén, aunque convertidos a la fe de Cristo, eran tremendamente celosos de la Ley de Moisés. Y vino el escándalo grave de Pedro, cuando en Cesarea bautizó al centurión Cornelio y a los de su familia. ¡Qué horror! ¡Admitir en la Iglesia con el bautismo a aquel militar pagano!… Pedro se defendió ante toda la asamblea: -¿Y cómo podía negar yo el bautismo a los que me escuchaban, sobre quienes Dios, adelantándose, había hecho descender el Espíritu Santo, dándoselo a ellos igual que nos lo dio a nosotros?…
Seguimos con el libro de los Hechos, y en el capítulo 11, del versículo 19 al final, nos encontramos con algo que emociona. Antioquía de Siria era en importancia la tercera ciudad del Impero, después de Roma y de Alejandría en Egipto. Los discípulos de entre los prosélitos, aquellos de Pentecostés y los fugitivos de Jerusalén después de la muerte de Esteban, hablaban y hablaban de Jesús. Se fundó una comunidad de una fe, un fervor y un entusiasmo maravillosos. Enterados en Jerusalén, los Apóstoles enviaron a Bernabé, hombre piadoso y autorizado, para que observara, vigilase e informara después debidamente.
Y sí; Bernabé se quedó pasmado de lo que veía. No pudo más, y se fue a Tarso en busca de Pablo, el convertido. Con él, pensaba, aquella comunidad crecería hasta lo indecible. En Antioquía eran bien conocidos los judíos, pero, ¿quiénes eran los de esta nueva secta judía, tan diferentes de los anteriores? Y los paganos, para distinguir a los unos de los otros, a estos que seguían a ese Jesús que llamaban El Cristo, los llamaron por primera vez así: “cristianos”. Si a uno le saltan las lágrimas a los ojos… ¡Cristianos! Nuestro mayor orgullo.
Bernabé volvió a Jerusalén con sus informes, acompañado de Pablo. No iban con las manos vacías. Al saber el hambre de muchos discípulos ─desde ahora “cristianos”─ que se había echado en tiempos del emperador Claudio, iban con la bolsa llena de dinero, dado por los hermanos de Antioquía, generosos, “cada uno según sus posibilidades”. ¡Antioquía! ¡Qué Iglesia! Fundada por laicos. Aunque guiada después por Bernabé y Pablo, por Pedro, por el insigne mártir Ignacio, salido de su mismo seno.
¿Cuándo ocurrió la dispersión de los Apóstoles? No se sabe. Parece que pasado el año 42, aunque algunos, por lo visto, regresaban ocasionalmente a Jerusalén. Las vías o calzadas del Imperio, como nuestras carreteras de hoy, eran magníficas y se viajaba con facilidad. Pero, ¿quiénes marcharon y adónde fue cada uno? Los Hechos no dicen nada de ninguno. Sólo nos podemos fiar de tradiciones de Iglesias locales, algunas muy respetables. Todos, o casi todos, murieron mártires.
Pedro marchó casi seguro a Antioquía y Roma, pero volverá a Jerusalén y, con toda seguridad histórica, acabará su vida en Roma.
Juan siguió en Jerusalén; años más tarde vivirá en las Iglesias del Asia fundadas por Pablo; posiblemente estuvo en Roma; y morirá, muy anciano, probablemente en Éfeso.
Santiago el Menor, apedreado en Jerusalén por orden del Sumo Sacerdote Anán.
Andrés predicó por los Balcanes y murió crucificado en Grecia.
Se dice de Mateo que predicó en Etiopía.
Judas Tadeo pudo predicar en Mesopotamia, aunque murió en el Líbano actual.
Parece que Bartolomé llegó hasta la India, aunque murió martirizado en Armenia.
Hay una tradición fortísima de Tomás como apóstol de la India.
Simón el Cananeo predicó en Persia.
De Felipe se cuenta que evangelizó por el Asia Menor.
Matías, el sustituto de Judas el traidor, trabajó en Etiopía, pero regresó a Judea donde murió decapitado.
Repetimos: no se puede probar todo esto documentalmente, pero sí por escritos antiguos y, sobre todo, por tradiciones venerables de las Iglesias locales respectivas.
Llegamos al año 44, y nos encontramos con un caso singular, narrado en el capítulo 12 de los Hechos. El rey Agripa manda decapitar a Santiago el Zebedeo. Viendo lo mucho que agradó a los judíos, encarcela a Pedro, el Jefe de la Iglesia, para ajusticiarlo nada más pasase la Pascua. “La Iglesia entera rogaba insistentemente por el”, y liberado de aquella manera tan misteriosa, “salió y marchó a otro lugar” (Hch 12,1 y 19).
El año 49 ó 50 se celebra el Concilio de Jerusalén, narrado ampliamente en el capítulo 15 de los Hechos. Importantísimo. No había manera de que los cristianos judíos dejaran de imponer la circuncisión a los convertidos del paganismo. Mientras que Pablo, firmísimo en su convicción, y aleccionado por los prodigios del Espíritu en sus misiones, declaraba abolida la Ley de Moisés y daba por inútil la circuncisión. En el Concilio se le dio la razón. Y, gracias a Pablo, la Iglesia tomó un rumbo totalmente distinto al que llevaba la comunidad de Jerusalén. ¡Lo que debemos a Pablo, el campeón de la libertad cristiana!…
¡Pablo! ¿Qué decimos de él?… Ya San Jerónimo, el Doctor máximo de las Escrituras, prefería callar antes que decir de Pablo pocas cosas. No vamos a narrar aquí su historia legendaria. Aparte de lo que sabemos por sus trece Cartas, lo más rico de la Biblia después de los Evangelios, no tenemos más que leer los Hechos de los Apóstoles desde el capítulo 13 al último, el 28, dedicados enteramente a su persona y a su actividad inimaginable. Desde Jerusalén, Antioquia y el Asia en el Oriente hasta España en el Occidente, lo dice él mismo (R 15,19 y 23-28), había llenando todo del Evangelio del Señor.
Pedro y Pablo, como veremos pronto, murieron en Roma durante la persecución de Nerón y sus restos descansan en las Basílicas del Vaticano y de la Via Ostiense.