07. Las persecuciones romanas

07. Las persecuciones romanas

Nos encontramos con el hecho más esplendoroso y más trágico a la vez de la Historia de la Iglesia: las persecuciones bajo el Imperio Romano, que han llenado de gloria a los siglos cristianos. Miremos su cronología y desarrollo.

 

En un Imperio como no ha existido otro, Roma dominaba con mano de hierro cuando se atentaba contra “la paz romana”, porque las legiones sofocaban a sangre y fuego cualquier intento de rebelión. Pero, por otra parte, practicaba un gobierno benignísimo y de magnanimidad admirable, conforme al clásico Derecho Romano, pues dejaba a cada pueblo el regirse por sus propias leyes, seguir libremente sus costumbres…

Sobre todo, dejaba a todos profesar su propia religión, y admitió como propios del Imperio a los dioses de los países conquistados, incluida entera la mitología griega con la multitud de sus divinidades, igual que los cultos misteriosos de Oriente. Su poeta Ovidio decía bellamente: “Roma es un lugar digno de que a él vayan todos los dioses”.

Yahvé, el Dios de los judíos, también era admitido; y César Augusto aceptó y hasta encargó que en el Templo de Jerusalén se sacrificara cada día un toro a costa suya rogando por el Emperador y por Roma. Pero con la idiosincrasia judía y la justa fe en Yahvé como Dios UNICO, los judíos tenían privilegios para no asociarse al culto de ningún otro dios ni al culto oficial del Imperio. Por eso no fueron jamás perseguidos a causa de su Dios.

 

¿Por qué entonces se desataron las persecuciones contra el cristianismo? Desde la persecución de Nerón, que ya conocemos, la religión cristiana era ilícita, como de gente “perversa, odiosa a todo el género humano”, decía el historiador pagano Tácito. La misma persecución de Nerón hubo de ser legal. Nació del pueblo la furia contra los cristianos cuando se les echó la culpa del incendio de Roma; Nerón aceptó aquel rumor maligno para salvarse él de la acusación, pero hubo de darle forma jurídica, y salió el Institutum neronianum, “la disposición de Nerón”, cifrada en esta frase imborrable: Ut christiani non sint. “No deben existir los cristianos”.

El único crimen era ser cristiano. Bastaba llevar el NOMBRE de cristiano para ser considerado un criminal. Esto hay que tenerlo presente desde el primer momento.

 

La ley estaba dada. Era el año 64. Y Roma actuará siempre contra los cristianos legalmente según este decreto, que no será abolido hasta el emperador Constantino el año 313 cuando dé la paz a la Iglesia.

Había cesado ya el año 96 la persecución de Domiciano, que también conocemos. Y vendrá pronto una interpretación, famosa por demás, sobre esta ley con el emperador Trajano, al empezar el siglo segundo. Consultado por Plinio, el Gobernador de Bitinia en el Asia Menor, sobre cómo aplicar la ley, el emperador le contestó:

– No se busque a los cristianos. Si uno es acusado de ser cristiano y lo niega, déjesele libre; pero si persiste en su idea, sea castigado. Esta aplicación jurídica del gran emperador Trajano, que parece muy benigna, resultaba en realidad espantosa, porque le ponía al cristiano en un dilema terrible: como el único crimen era el ser cristiano, el llevar el nombre de cristiano, si decía en el tribunal que sí, que era cristiano, venía la sentencia condenatoria; si decía que no, apostataba de Jesucristo.

Tertuliano, el tremendo abogado cuyo nombre escucharemos muchas veces, comentará certeramente: -Si son criminales, ¿por qué no los buscas? Y si son inocentes, ¿por qué los castigas?…

 

A esta ley se sujetarán todos los emperadores que vengan y todos los gobernadores de las Provincias, aunque después se añadirán prescripciones detalladas, algunas benignas para mitigar la ley, como la de Adriano en el año 124, el cual respondía a un gobernador:

– Que se proceda contra los cristianos según la ley. Pero si alguien los acusa falsamente, cuida tú de semejante audacia y aplica al acusador el castigo merecido.

Antonio Pío, de 138 a 161, dio varios decretos que ampliaban la benevolencia a los cristianos: “El que haga una confesión completa debe sustraerse a la tortura”. Sí; pero la ley seguía; los gobernadores actuaban por su cuenta y hubo muchos mártires. Marco Aurelio en 177 contestará igual al gobernador de las Galias: “Los que persistan en sus creencias, sean castigados; los que renieguen de ellas, puestos en libertad”. La misma benignidad que Trajano, pero fatal… Alejandro Severo, “consintió en que los cristianos siguieran”.

Al continuar la ley contra aquella religión ilícita, nos dice Tertuliano que se proclamaba por doquier: “De ningún modo es lícito ser cristiano”. Y como se aplicaba la ley por muchos gobernadores y magistrados, aunque no intervinieran esos emperadores más benignos, San Justino, judío convertido y mártir, pudo escribir en este tiempo: “Ya se sabe que se nos decapita y crucifica, se nos arroja a las fieras, se nos encadena, se nos atormenta con fuego y toda suerte de suplicios, sin que nada de eso nos haga vacilar en nuestra fe”.

 

Llegó el siglo tercero con Septimio Severo, que el año 202 prohibía el proselitismo: en adelante sería ley: está prohibido hacer y hacerse cristianos. La persecución se dirigió precisamente contra los catecúmenos para evitar el bautismo… Durante esta persecución escribirá Clemente de Alejandría: “Diariamente vemos cómo corre ante nuestros ojos, como de una fuente, la sangre de los mártires, quemados unos, decapitados otros”. E Hipólito: “No cesan de gritar contra nosotros, y decir: ¡Que los cristianos sean exterminados de sobre la tierra, pues no es tolerable que vivan tales gentes!”. Hubo después emperadores muy condescendientes, y la Iglesia gozó de paz. Hasta que el emperador Decio (249-251) desató una terrible persecución. En ella ordenaba: “Hay que buscar a los cristianos”. ¡Esto ya no era la ley de Trajano que prohibía buscarlos!… Y fueron muchos los mártires, igual que bajo Valeriano (258-260).

 

Eran muchas las muertes, sí, pero había algo igual o peor: el sufrir la confiscación de todos los bienes; el ser desterrado sin nada o condenado a las minas; torturas y malos tratos de toda especie; la prisión en cárceles horribles… Por uno que moría, eran muchos más los que padecían todos estos males. Y algo curioso e interesante que debemos saber. La Iglesia llamaba “mártir” al que de hecho moría en el suplicio. A los demás que no morían, pero daban el testimonio de su fe con esos otros males, les llamaba “confesores”, título tan glorioso como el de mártir. Porque, en realidad, todos morían o sufrían con el mismo espíritu, como atestigua Tertuliano sobre los que comparecían ante el tribunal: “Nadie se avergüenza de ser cristiano; si se le denuncia, se gloría de ello; si es acusado, no se defiende; si se le interroga, confiesa espontáneamente; al ser condenado, da gracias”.

 

Tras un gran período de paz, la batalla final contra el cristianismo iba a llegar con Diocleciano (284-304). Este emperador, para defensa del enorme Imperio, lo dividió en dos: él se quedaba con el Oriente en Nicomedia y Maximiano con el Occidente en Roma. Ambos eran emperadores con el título de Augustos; y tenían cada uno un auxiliar con derecho a sucesión llamado César. Galeno era el César de Diocleciano y el de Maximiano era Constancio Cloro.

Al principio del siglo cuarto, el año 303, empezaban los decretos contra los cristianos, y en el 304 se dio el de persecución general. Los mártires sumaron miles y miles, de modo que esta persecución terrible constituyó la Era de los Mártires, llevada a cabo con tormentos horrorosos. Diocleciano y Galerio fueron despiadados hasta en Oriente, desde el Danubio y el Asia Menor hasta Egipto; Maximiano, en España, Italia y África, igual; pero Constancio Cloro toleró a los cristianos en las Galias, influenciado por su esposa Elena.

 

Inesperadamente, Diocleciano abdicó en el 305, obligando a hacer lo mismo a su colega Maximiano, de modo que quedaron Emperadores los dos Césares Galerio y Constancio Cloro. Este impuso en todo el Occidente la tolerancia de los cristianos, mientras que Galeno, el peor de todos los perseguidores, continuó la lucha encarnizada hasta que, antes de morir en el 311, tuvo que reconocer su fracaso y proclamar en Nicomedia: “Que los cristianos puedan seguir otra vez y hacer sus reuniones”… La guardia pretoriana proclamó en Roma emperador a Majencio, pero Constantino lo venció en el puente Milvio, quedó Emperador de Occidente, y en el 313 daba en Milán la paz a la Iglesia. No obstante, en Oriente siguió la persecución diez años más bajo Licinio, al que Constantino atacó decididamente.

Las persecuciones del Imperio Romano, iniciadas por Nerón en el año 64, cesaban para siempre en este año 323 con la derrota de Licinio conseguida por Constantino, el cual quedaba como único Augusto de todo el Imperio.

 

Como hemos visto, desde el 64 al 323 hubo muchos miles de “mártires”. ¿Cuántos? Es muy difícil precisar. Según muchos estudios, hay que poner al menos 100.000 y, a lo más, exagerando bastante, un máximo de 200.000. Pero de “confesores”, los que, sin sufrir la muerte, padecieron el destierro, las minas, las cárceles, la pérdida de todos sus bienes, fueron muchísimos más. Todo en el espacio de 260 años, desde Nerón hasta Licinio.

Aunque en estos 260 años hubo grandes períodos de paz para la Iglesia: unos 120 años de tolerancia contra 129 de persecución. Pero, como subsistía de hecho la ley ─“los cristianos no deben existir” por su religión “ilícita”─, los mártires y confesores se dieron ininterrumpidamente durante casi estos tres siglos primeros del cristianismo.

Sin embargo, ¿quién pudo más, el fortísimo Imperio o la débil Iglesia?… Tertuliano lo expresó con frase inmortal: “La sangre de los mártires es semilla… Tanto más nos multiplicamos cuanto más somos eliminados  ─“segados”─ por vosotros”.

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