MEDITACIÓN DEL DÍA:
San Antonio María Claret describe en su Autobiografía a las personas que lo acompañaron para la realización de su ministerio episcopal en la diócesis de Santiago de Cuba, diócesis “tan llena de malezas y espinas” (Aut 606). Tiene de ellas un recuerdo cariñoso y agradecido. Describe sus actividades apostólicas, da cuenta del horario casi conventual que llevaban cuando se encontraban en casa y relata el tipo de relación verdaderamente fraterno que reinaba entre todos. La gente de fuera se admiraba al contemplarlos. Claret daba todo el mérito a Dios: “El dedo de Dios está aquí”.
Es posible distinguir entre un equipo de trabajo y una comunidad misionera. Lo que hace la distinción es el grado de lealtad mutua, de vivencia fraterna, de corresponsabilidad asumida con verdadero espíritu. Así se logra avanzar hacia la meta, los objetivos, el destino final. Cuando no se da ese espíritu, puede haber mucho trabajo pero no tendrá el sabor que da la entrega generosa en pos de una causa noble.
Las personas que convivían con el arzobispo Claret en Cuba no eran sólo un buen equipo, apto para emprender un trabajo de envergadura como lo requería aquella isla. Eran también una auténtica comunidad misionera, marcada por la presencia del Espíritu que los había convocado y que los enviaba a llevar a cabo la misión. Pero ellos también colaboraban con la fuerza del Espíritu. Y Claret era el primero en hacerlo. Sin esta colaboración y sin esa disponibilidad misionera, aquel equipo se hubiera venido abajo en poco tiempo.
Tú mismo –tú misma– puedes observar si en tu parroquia, en tu diócesis, en la Iglesia en general, existe una auténtica participación de todos los miembros en la tarea encomendada por Jesús a la comunidad cristiana; si hay una verdadera comunidad misionera… o únicamente actúa “el clero”, o, todo lo más, colaboran unos poquitos amigos del cura; si existe un auténtico proyecto pastoral y evangelizador, en misión compartida por sacerdotes, religiosos y seglares.