María era una mujer pensante, como nos lo dice por dos veces el Evangelio. Siempre pensó en Juan, relacionándolo con su Jesús, desde que Zacarías dijo del recién circuncidado:
-Irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación.
Respetuosísima con su hijo, nunca le debió preguntar nada, y más desde aquella respuesta de los 12 años en el Templo; Jesús tampoco le diría nada de su misión, aunque era un secreto callado entre los dos y los dos lo sabían, cada uno a su manera. Pero María discurría y esperaba.
Y un día empezó a sonar por toda Judea y Galilea el nombre del Jordán, con el de un profeta muy austero llamado Juan, que predicaba penitencia, bautizaba en las aguas del río entre 6 u 8 kilómetros cercano a su desembocadura en el Mar Muerto, y al cual acudían grupos y más grupos de hombres salidos de todos los rincones de Palestina. Hasta que vino un día la propuesta esperada:
-Madre, me voy yo también al Jordán. Quédate con alguna de tus hermanas, hasta que yo vuelva. Dame tu bendición, madre…
Un abrazo, un beso, un “Vuelve pronto, hijo mío”, con un sentido “Yahvé te bendiga”, y un seguir largo con la mirada a su Jesús que se alejaba con algunos paisanos por la llanura hacia el camino que bordeaba el río hasta Jericó, y de ahí a encontrar a Juan.
María siente la separación de su hijo, al que ella ha formado como hombre, y se va diciendo a sí misma:
-Le ha llegado la hora de la cual me hablaron el Ángel y Simeón, además de todo lo que vi y supe en la casa de Isabel. Yahvé lo guíe y me lo guarde.
Efectivamente, aquel Juan que María había visto nacer en casa de Isabel, y del que nos dijo Lucas: “Vivía en el desierto, hasta el tiempo de su manifestación en Israel”, ahora daba que hablar.
Ya crecidito, y antes de que murieran sus ancianos padres, ¿le contarían éstos, u oiría contar a la gente del lugar -cosa la más normal- lo que fue tan público en su nacimiento? Por eso, aunque no se conocieran los dos primos, Juan debió pensar muchas veces en Jesús, el hijo de su pariente María de Galilea. Esto explicaría mucho la conciencia que se formó de su propia misión, aparte de lo que Dios le inspirara. Desde muy joven había pasado su vida en el desierto, “vigorizándose su espíritu”.
¿De qué desierto habla Lucas? No era probablemente el llamado “desierto de Judá”, una franja de terreno de unos 80 kilómetros de larga por 30 de ancha, que descendía desde el sureste de Jerusalén bordeando todo el Mar Muerto hasta el Negeb, límite de la Palestina judía, y seguía después perdido por el reino Nabateo. No era un arenal, sino una estepa con casi nada de vegetación, paisaje muy austero, poblado de animales salvajes, y prácticamente inhabitable del todo.
Pero no era éste el escenario en que va a aparecer Juan, sino una zona cercana a la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto. Allí estaba el monasterio de Qumran, sede central de aquellos monjes judíos, los esenios, normalmente de la estirpe sacerdotal como Zacarías, que renunciaban a casarse, algunos al menos temporalmente, y llevaban una vida dura, austera. Es posible que Juan hubiese convivido con ellos algún tiempo, aunque parece que era más bien un asceta solitario, que vivía por la misma comarca.
Coincide todo esto con lo que le dijo el ángel a Zacarías al anunciarle en el Templo la misión de su hijo:
-El niño será grande a los ojos del Señor, no beberá vino ni licor.
Lo más seguro es que Juan vivió al norte de esta comarca, cerca
de la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto, tanto a la derecha como a la izquierda del río, no del todo despoblada, con espacios de terreno algo fértil, y donde solían morar otros ascetas que buscaban una vida más espiritual.
Así se preparó Juan para su futuro ministerio en el Jordán, iniciado cuando sintió el impulso del Espíritu Santo, “y vino por toda la región del Jordán predicando un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados”.
Marcos lo presenta diciendo:
-El vestido de Juan era un manto tejido de pelos de camello, con un ceñidor de piel ajustado a su cintura; y se alimentaba de langostas y miel silvestre.
Como se ve, su vestimenta era duramente áspera, y su comida no valía para darse ningún placer. Las langostas constituían una comida bastante común entre pobres; se les quitaba cabeza, alas y patas, se disecaban, y para comerlas se podían tostar o cocer. La miel silvestre podía ser verdadera miel de abejas no cultivadas o bien un jugo que fluye en el tronco de algunos árboles y que los beduinos llaman miel.
El caso es que Juan, entre su vestimenta y su comida, sorprendió a sus primeros oyentes que pronto hicieron correr su fama de auténtico profeta.
Según las fechas que nos da Lucas, debía ser la estación otoñal, por el mes de Octubre del año 26, cuando sintió el impulso de predicar lo que él creyó era su misión, y empezó a hablar a las gentes de aquellos poblados sureños del Jordán. Y los oyentes le hacían caso, porque veían que Juan no era ningún revoltoso levantisco contra Roma, sino que hablaba de Dios, y su presentación tan austera, junto con su pobreza total, denunciaban a un profeta genuino, que además realizaba un gesto especial de purificación, el bautismo, tan diferente de las abluciones ordinarias de los judíos y tan exageradas por los fariseos. La voz corrió rápidamente y empezaron a venir de todas partes de Palestina grupos de hombres que se sucedían sin interrupción.
Los cuatro evangelistas presentan a Juan con las palabras del profeta Isaías, de tantos siglos atrás:
-He aquí que yo envío mi heraldo delante de ti, que te disponga el camino. Una voz que clama: Preparen en el desierto el camino del Señor; enderezcan para él las sendas.
Las palabras de Isaías hacen alusión a una costumbre oriental. Cuando el rey iba de viaje a un puesto determinado, mandaba por delante al mensajero que iba pregonando a todos:
-¡Arreglen bien los caminos para la carroza real!
Ahora se trataba de arreglar los corazones para el Rey Mesías que por fin venía a Israel. Hacía siglos que no aparecía ningún profeta, y Juan, que va a ser el último de todos, hablaba con más energía que todos los anteriores:
-Enderecen sus senderos; rellenen todos los baches; allanen todos los túmulos; enderecen lo torcido; suavicen todo lo escabroso. Que todos los hombres puedan ver la salvación de Dios.
Por los tres evangelistas sinópticos no sabemos el lugar preciso donde Juan bautizaba, y dónde será el bautismo de Jesús, aunque según ellos tenemos la impresión de que era en la parte derecha del Jordán, unos 8 kilómetros antes de su desembocadura en el Mar Muerto.
Por el evangelio de Juan, sin embargo, que precisa más las cosas, parece que fue en la parte opuesta, a la izquierda del río, en un lugar llamado Betania.
Y es que el profeta variaba de lugar según las circunstancias, como podían ser las crecidas del agua por las lluvias. No tardaremos mucho en verlo en la parte derecha del Jordán y bastante más arriba de Jericó.