Lo más seguro es que Juan y Jesús no se conocían. Si hacemos caso a Lucas y tomamos al pie de la letra sus palabras, Juan, desde muchachito, se retiró al desierto a vivir en solitario o bien se metió, al menos de momento, en algún grupo de esenios, y no iba a Jerusalén por la Pascua, al revés de lo que hacía Jesús, que cada año subía de Nazaret a la Ciudad Santa por la gran fiesta judía. De haber ido las dos familias, por fuerza se hubieran buscado y se hubiesen conocido los dos muchachos.
Cuando el Bautista diga: “Yo no le conocía”, dirá una verdad absoluta, porque nunca se habían visto. Los posibles rumores, que sobre su persona hubiera oído de pequeño, de nada servirían ahora sin una intervención del Espíritu Santo.
Jesús se había despedido de su madre, se unió a algún grupo de galileos y se lanzó también a la aventura del Jordán. Hasta aquí, nada; todo muy normal como ocurría con todos los que venían a bautizarse. Ya en la orilla del río, cubiertos con la ropa imprescindible y formando fila, se golpeaban el pecho manifestando el dolor de sus pecados e incluso los confesaban de viva voz; el profeta entonces los sumergía algo en el agua o se la derramaba con un recipiente sobre la cabeza. Esto todos, y a la orilla otra vez, muy contentos de estar en paz con su Dios Yahvé.
Pero al llegarle su vez a uno, Juan se yergue, clava su mirada en el extraño penitente, lo reconoce sin haberlo visto nunca, baja con respeto sus ojos, y se inicia un diálogo emocionante:
-¿Yo bautizarte a ti? No, eso no lo hago yo. Eres tú quien debe bautizarme a mí.
-Juan, bautízame.
-¡Te he dicho que no! Bautízame tú a mí.
-No te resistas, Juan. Es necesario que nosotros, antes que nadie, cumplamos toda justicia.
Con tanta humildad uno y otro, Juan bautizó a Jesús, que en este momento, igual que hará otro día en Getsemaní y en la cruz, cargaba con nuestras culpas y aparecía, siendo inocentísimo, como cualquier pecador de nosotros. Sobre esa “justicia” de que habla Jesús, no se trata de ningún acto jurídico o de algún mandamiento de la Ley; sencillamente, significa “eso que quiere Dios de nosotros”.
Sale Jesús del agua. Se viste completamente, y ya fuera del cauce del río -todos los artistas pintores lo hacen mal-, se pone en oración con su Padre, se rasgan de repente los cielos, aparece el Espíritu Santo en forma de paloma, se posa sobre su cabeza, y se oye claramente la voz divina:
-Este es mi Hijo tan querido, en quien tengo todas mis delicias.
¿Fue esto un espectáculo secreto para solo Jesús y Juan, o lo contemplaron todos los presentes? Por los evangelistas no se sabe claro. Pero lo cierto es que Juan lo contó, se supo entre muchos, y los ecos de tantas voces pudieron llegar a las autoridades judías del Templo, que empezaron a preocuparse seriamente como lo demuestra la legación que mandaron pronto, una vez se había marchado Jesús al desierto para su cuaresma penitencial.
Desde este momento, Jesús, que había venido al mundo como el Mesías o el Cristo prometido, se va a presentar ante todos de manera muy diferente. Nadie conocía hasta ahora su condición de Mesías. El Ángel en la anunciación se la había comunicado a María, única con Jesús en saberlo. Pero Juan el Bautista la proclamaba oficialmente a todo el mundo a partir de este rasgarse el cielo, escucharse la palabra del Padre y ver al Espíritu Santo como paloma sobre su cabeza. En el Evangelio, desde ahora también, aparece Jesús como el “repleto” del Espíritu Santo para iniciar su misión evangelizadora.