Las Persecuciones Romanas no habían detenido a la Iglesia dentro de las fronteras del Imperio, pero tampoco le habían dejado expandirse libremente. Con la paz de Constantino creció de manera extraordinaria entre muchos pueblos, que la aceptaron sin gran dificultad.
Siempre se hace una pregunta incontestable: ¿Cuántos habitantes tenía el Imperio Romano? Nadie lo sabe. A lo más, le tiran cien millones. Parece demasiado. Quizá haya que contentarse con unos sesenta millones. Entonces, ¿cuántos eran los cristianos cuando la última persecución de Diocleciano y Galeno? Tal vez unos seis millones, tirando largo. La verdad es que nadie lo sabe tampoco. Pero vamos a jugar con estos cálculos.
El decreto de Milán en el 313 dio tolerancia al Cristianismo en el Imperio. Constantino hizo lo máximo, pues ya no se podrían justificar las persecuciones, las cuales quedaban fuera de ley: el Cristianismo tenía los mismos derechos que el paganismo. Pero los cristianos eran una pequeña minoría, aunque vino un crecimiento muy rápido, pues cada vez se le daban mayores facilidades a la Iglesia mientras se le cortaban privilegios al paganismo.
En los años 341-346 se prohibieron los sacrificios a los dioses paganos y se obligó a cerrar los templos, aunque esto fue letra muerta, pues los paganos seguían siendo la gran mayoría. El emperador Constancio, cristiano convencido pero arriano por desgracia, ordenaba y mandaba más que cualquier obispo, y, naturalmente, muchos se hacían cristianos por conveniencia. Juliano el Apóstata renovó el paganismo y persiguió tenaz y astutamente a la Iglesia, pero no pudo hacer mucho mal porque no duró en el trono más que dos años (361-363). Desde el 363 al 368, con diversos emperadores, cristianos todos, pero varios de el1os arrianos, la Iglesia crecía, aunque de manera contrahecha por la fatal herejía.
Hasta que en el 379 quedó Teodosio el Grande como único emperador, que declaraba: “Es mi voluntad que todos los pueblos sometidos a mi imperio profesen la fe que la Iglesia romana recibió de San Pedro”. Y se sucedieron las leyes una tras otra: cierre de todos los templos paganos, que debían convertirse en iglesias cristianas; la tolerancia del decreto de Milán se venía a cambiar por obligación; se quitó definitivamente del Capitolio de Roma la estatua de la diosa Victoria, y, un año antes de morir Teodosio en el 395, se declaraba al Cristianismo como Religión oficial del Imperio Romano. Naturalmente, vino un crecimiento espectacular de la Iglesia, aunque con los defectos que son de suponer.
Insinuamos esos “defectos” de la Iglesia a partir del decreto de Milán en el 313. Sí; son ciertos. Lo malo es que muchos exageran lo que vino y tenía que venir por fuerza. El emperador Constantino obró con la mejor voluntad y de la mejor manera. Pero, al cesar las Persecuciones, cesó aquella energía indomable de los cristianos. Constantino concedió a los obispos los mismos privilegios que tenían los sacerdotes paganos, y esto hizo que muchos se acomodasen a una vida ligera y cortesana. Es notable en esto el párrafo escrito por el Beato John Newman, el cardenal inglés convertido al catolicismo:
«Sabemos por Eusebio que Constantino, para atraer a los paganos a la nueva religión, traspuso a ésta los ornamentos externos a los cuales estaban acostumbrados… El uso de templos dedicados a santos particulares, ornamentados en ocasiones con ramas de árboles; incienso, lámparas y velas; ofrendas votivas para recobrar la salud; agua bendita; fiestas y estaciones, procesiones, bendiciones a los campos; vestidos sacerdotales, la tonsura, el anillo de bodas, las imágenes en fecha más tardía, quizá el canto eclesiástico, el Kyrie eleison, todo esto tiene un origen pagano y fue santificado mediante su adaptación en la Iglesia»
Sí; pero no hay que exagerar. La religión ha tenido en todos los pueblos sus formas particulares, y la Iglesia las hubiera tenido propias para expresar la fe. Habría heredado muchas cosas del judaísmo en la Biblia, como los ornamentos sacerdotales, y manifestado sus creencias con elementos religiosos de los pueblos evangelizados. Incluso durante las Persecuciones tenía ya sus templos, erigidos en los largos periodos que disfrutó de paz.
Se perdió, sí, mucho vigor cristiano con el favor del Imperio y se relajó la vida cristiana; pero ese mismo siglo IV fue el de los grandes e innumerables anacoretas y monjes de los desiertos que aún hoy nos siguen asombrando.
Con los emperadores ─e igual pasará en el futuro con muchos reyes─ apareció el cesaropapismo, es decir, el meterse la autoridad civil en los asuntos de la Iglesia. Constantino sobre todo, más que inmiscuirse en la Iglesia, lo que hizo fue procurar la paz entre las facciones que aparecían en la Iglesia por culpa de las herejías.
Esta fue la causa de que algunos Concilios ecuménicos, como el de Nicea en el 325, fueran tanto iniciativa del emperador como del Papa, y el emperador, a trueque de conseguir la paz, corriera con todos los enormes gastos que suponía un Concilio.
Aunque esa buena intención se convirtió en un mal que duró muchos siglos, sobre todo en el Oriente, pues el emperador mandaba en Constantinopla tanto o más que el Patriarca.
Persia es el primer país que nos llama la atención fuera de las fronteras del Imperio, mientras arreciaban todavía las Persecuciones. El cristianismo llegó pronto a ella. Hacia el año 250 existía ya una Iglesia muy floreciente, pues por el año 300 contaba con el Arzobispado de Seleucia-Ctesifonte, y fue creciendo mucho hasta mitades del siglo IV.
Pero, parece que por causas políticas, e instigado por judíos y los magos de los ídolos, Sapor II por el año 340 la emprendió contra los cristianos, y los mártires fueron muchísimos, pues el historiador Sozomeno dice que se contaban hasta 16.000 nombre por nombre.
Bajo Isdejerjer I, del 401 al 420, gozó la Iglesia de paz y crecía nuevamente, hasta que bajo Bahram (420-438) se desató de nuevo la persecución y los cristianos, muchos al menos, morían bajo tormentos atroces, como los que eran aserrados por medio. Estas últimas persecuciones persas se debieron a los herejes monofisitas. En el siglo VII, avanzado el reinado de Cosroes II, (591-628), la Iglesia desaparecía casi por completo.
Armenia, situada entre el Mar Negro y el Mar Caspio, es todo un caso. En el año 302 Tiridates III se convirtió al cristianismo, declaró la fe católica como religión del Estado, y la Iglesia llegó a un gran desarrollo antes de acabar ese siglo IV. El gran apóstol de esta Iglesia fue Gregorio el Iluminado, consagrado obispo el año 302. Tuvo muchos mártires bajo Maximino Daia, que no hizo caso del edicto de Milán del año 313 y desató una furiosa persecución contra la Iglesia. Pero llegó al fin la paz. Y aquella Iglesia alcanzó un gran esplendor bajo el obispo San Isaak el Grande, que la gobernó desde el 390 al 440, aunque le fue fatal el perder la dependencia de Roma y pasar casi completamente al dominio persa.
San Isaak se encontró con que el pueblo no se podía instruir en religión por no poder ni con el griego, ni el siríaco, ni el persa. Entonces contó con el monje San Mesrob, preparado en esas lenguas, y emprendió la tarea titánica de traducir la Biblia de Los Setenta, para lo cual tuvo que inventar un alfabeto propio para Armenia. Algo fuera de serie la grandeza de este hombre, tan parecido en muchas cosas a San Jerónimo. Monje solitario, había llevado una vida de penitencia casi inexplicable. La Providencia lo tenía preparado para una misión grande. El emperador Cosroes III le encomendó la traducción de los decretos y documentos al griego, siríaco y persa; mientras que el obispo San Isaak le encargó la traducción completa de la Biblia. Con el invento del nuevo alfabeto, de 36 letras, se llegó a instruir al pueblo, al cual se entregó también Mesrob con un celo apostólico admirable. Isaak murió a los 92 años en el 440, después de suscribir las actas del Concilio de Éfeso al que no pudo asistir. Seis meses más tarde le seguía su fiel discípulo Mesrob, ambos reconocidos como Santos por la Iglesia armena. Desgraciadamente, los conquistadores persas eran nestorianos, y muchos cristianos armenos se pasaron a la herejía monofisita.
Georgia, país vecino del Cáucaso como Armenia, tuvo unos inicios muy curiosos. Una esclava cristiana, Nunia, con su bondad ─y, dicen, que también con su carisma de hacer milagros─, convirtió a la reina, y por ésta se convirtió igualmente el rey Mireo. Llegaron misioneros de Antioquía, organizaron allí la Iglesia, el Cristianismo avanzó muy rápidamente y desde Georgia se difundió la fe católica por los países asiáticos.
Por desgracia también esta vez, muchos de aquellos evangelizadores cayeron en el arrianismo, nestorianismo y monofisitismo, herejías que conocemos bien por lecciones anteriores, y su evangelización fue fatal para aquellos países tan prometedores.
Las invasiones de los bárbaros estaban encima. Producían terror, naturalmente. Pero ya desde el principio hubo pensadores que veían la Providencia de Dios en aquel incomprensible fenómeno social. Podemos traer aquí resumido el pensamiento de Orosio, importante sacerdote español de aquellos tiempos:
– Los bárbaros son capaces de perfeccionarse. Dios los pone al alcance de la Iglesia para llevarlos a la verdadera fe. Ahora iba a venir la gran expansión de la Iglesia. El paganismo de Europa estaba a punto de desaparecer. Y Dios ofrecería a los pueblos germanos los medios más eficaces para su ilustración en la fe y su formación humana.
Acabadas las invasiones bárbaras, y una vez formadas las nuevas naciones europeas, veremos lo que Dios les iba a poner en la mano: los Monasterios benedictinos.