30. Por los pueblos germanos  

30. Por los pueblos germanos  

No hablamos todavía de la Alemania convertida por San Bonifacio, su gran apóstol, sino de aquellos pueblos bárbaros en los que poco a poco fue penetrando el cristianismo desde sus mismos orígenes.

 

Las legiones romanas tenían contacto con los bárbaros del Norte y es natural que el cristianismo se metiese entre los germanos casi desde un principio; por eso encontramos iglesias importantes en la Germania ya en los siglos II y III, como las de Tréveris, Maguncia o Colonia, pues las legiones ocupaban terrenos en el occidente del Danubio y del Rhin.

Pero la evangelización propiamente tal de la Germania empezó después que los pueblos bárbaros del Norte, hacia finales del siglo V, habían ocupado o sustituido todo el Imperio Romano de Occidente en el 476 con la destitución del último emperador Rómulo Augústulo por el hérulo Odoacro. Podemos enumerar algunos de aquellos misioneros que prepararon el camino a la evangelización posterior, sistemática y definitiva de San Bonifacio.

 

San Severino (+482), por su exquisito latín y cultura, demuestra haber sido un noble romano que, dejando su amada soledad del desierto, se lanzó hasta Austria para llevar el Evangelio a aquellas tierras. Hizo milagros muy sonados, como descongelar las aguas del Danubio y el Inn, de modo que los barcos pudieran navegar de nuevo y aliviar el hambre que se había echado sobre los pueblos. Predicaba la penitencia contra los vicios inveterados y en especial la caridad para con los pobres. Las gentes lo pedían como obispo suyo, pero él respondía generoso: -¿Obispo? ¡No! Harto he hecho con abandonar mi querida soledad del desierto para venir a predicarles el Evangelio… Fundó varios monasterios, uno cerca de Viena, pero él vivía en una pobre casucha, en la cual le visitó el jefe de los hérulos Odoacro, que hubo de permanecer agachado porque no cabía de pie. Y el monje misionero: -Tú vas a tener éxito en tus campañas y llegarás a ser rey… La profecía se cumplió. Odoacro, como ya vimos, fue el que destronó al último emperador Rómulo Augústulo. Y, al ver cumplida la profecía, mandó una carta a Severino: -¡Pídeme lo que quieras! -Pues, sólo te pido la libertad de un desterrado que tienes en tu poder para que regrese aquí su patria… Con Severino, Austria se convertía en terreno abonado para el Evangelio.

 

Damos un salto de dos siglos, y nos encontramos con los grandes misioneros de Alemania, entre los que descuella San Columbano, al que veremos otro día reformando las costumbres algo relajadas de la Iglesia de Francia. Tipo fenomenal, formado en el famoso monasterio de Bangor. Cuando contaba sus cuarenta y tantos años, por el 580 se lanzaba con doce compañeros al continente, al que llamará “toda Europa”. En el 610 deja Columbano su monasterio de Luxeuil, penetra en Alemania por el Rhin, deja allí a algunos compañeros, y, ante tantas persecuciones como hubo de sufrir, se decide a ir hacia el norte de Italia en la que funda el célebre monasterio de Bobbio en cuyos claustros morirá el año 615.

Firmísimo en la fe católica, escribía con energía inusitada: “Yo creo indefectiblemente que la firme columna de la Iglesia está en Roma”. Y llama al Papa “Pastor de pastores”, “Jefe de los jefes”, “Pontífice único”. Añade además: “Cierto que Roma es grande y famosa por sí misma, pero, ante nosotros, sólo es grande y famosa por la cátedra de San Pedro”.

 

San GaIl (+640), es otro de los grandes evangelizadores de aquellos países. Su nombre va unido al célebre monasterio que dio después el nombre a la actual ciudad suiza de Saint Gall. Irlandés, discípulo y uno de los doce compañeros de San Columbano, llegó con éste hasta el lago de Zürich. Las gentes recibieron mal a los misioneros, y éstos se dijeron: “Abandonamos esta multitud ingrata y desagradable para no desperdiciar en almas estériles los esfuerzos que pueden fructificar en almas mejor dispuestas”.

Se establecieron entonces en las orillas del lago de Constanza. San Gall tuvo la audacia de arrojar en las aguas las estatuas de los dos ídolos más venerados, y semejante atrevimiento, a pesar de la persecución, les trajo valiosas conversiones. Columbano marchó al norte de Italia y San Gall fundó su famoso monasterio, uno de los más influyentes en los siglos venideros por su ejemplaridad y por la cultura que extendió sobre todo con su valiosísima biblioteca.

 

San Ruperto, misionero en tierras germanas. Probablemente monje irlandés, era ya obispo de Worms cuando con varios compañeros se lanzó a la evangelización por las regiones de Baviera. El duque Teodón, aunque pagano, por una su hermana cristiana recibió cordialmente a Ruperto, le escuchó complacido, se convirtió y, por su bautismo, mucha de su gente se hizo cristiana. Los templos paganos de Regensburg y Altötetting se adaptaron al culto cristiano a la vez que se construían nuevas iglesias.

Pero el centro de las actividades evangelizadoras lo constituyó Ruperto en un poblado ruinoso, donde se estableció con sus monjes, edificó un monasterio con su escuela, con lo que dio principio a la que sería hasta hoy la bella ciudad de Salzburgo, así llamada por el mismo Ruperto, en la que murió el año 647 este gran apóstol de Baviera y Austria. Aunque aquellas regiones habían recibido el Evangelio por San Severino, lastimosamente habían vuelto a la idolatría. Los monasterios de Ruperto en Salzburgo, tanto el de hombres como el de mujeres, fueron focos poderosos de vida cristiana.

 

Los que hoy llamamos Países Bajos, Bélgica y Holanda, estaban en la mira de los misioneros. Se presentaban muy difíciles, pero había que hacerlos también cristianos.

 

Bélgica encontró su apóstol en el monje francés Amando, que hizo una peregrinación a Roma, y, ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, sintió la vocación de apóstol:
‘¡Sal de tu monasterio de Bourges, vete, y evangeliza!’… Era el año 638 cuando fue consagrado obispo y se dio con ardor a misionar por el noreste de Francia y Lorena, paganas todavía, aunque tan vecinas de los francos católicos.

Casi a la vez, un orfebre y joyero en la corte de los reyes Clotario y Dagoberto, llamado Eloy, sintió la misma llamada: ‘¡A trabajar con otra plata y a buscar otras joyas!’. Abrazó la vida eclesiástica, y, consagrado también obispo, pronto se convirtió en otro magnífico apóstol de los belgas, que abrazaron la fe cristiana sin grandes dificultades. San Amando moría en el 647 y San Eloy en el 660.

 

Holanda, dominada por los frisones, iba a ser peor. Enemigos de los francos, era inútil pensar en misioneros franceses. Pero allí aparecían una vez más los anglosajones e irlandeses. Empezó el obispo de York San Wilfredo, muy bien aceptado por los nativos, pero su estancia entre ellos fue muy breve, hasta que en el 692 llegaba a sus costas Willibrordo, monje anglosajón, educado en Irlanda, de donde venía acompañado de doce monjes más.

Willibrordo se adelanta hasta el Rhin, funda un monasterio, y, explorado todo el país, lleno de fe se dirige a Roma para implorar la bendición del papa San Sergio 1, que lo consagró obispo y le encomendaba las misiones de la Frisia. Su sede episcopal sería Utrecht. Y sí; él y sus monjes lo evangelizaron todo entre enormes dificultades.

San Beda escribía de él: “Willibrordo inflige todos los días derrotas al diablo; a pesar de su ancianidad combate todavía, pero el viejo luchador suspira por la recompensa eterna”. Recompensa que le llegaba el año 739, cuando moría tranquilamente en su monasterio de Echternacht.

 

Quizá convenga decir algo sobre los métodos de evangelización de estos pueblos germanos. Con lo rudos que eran aquellos bárbaros, su cristianización fue lenta, dependía de la conversión del rey o del jefe, y se hubo de proceder con prudencia. Conforme a la norma establecida por San Gregorio Magno para los ingleses, así ahora no se iba contra las costumbres de los nativos; se les exigía abandonar los ídolos, eso sí; pero se les respetaban sus legítimas prácticas religiosas, orientadas hacia el cristianismo.

Además, para bautizarlos se les exigía únicamente lo más elemental de la doctrina, pues la instrucción era después progresiva. Se tenía primero un catecumenado elemental, y después se continuaba con la formación que impartían sobre todo los monjes.

Se han conservado en su lengua original, un alemán muy rudimentario, las preguntas que se dirigían a los candidatos: ¿Crees tú en Dios Padre todopoderoso? ¿Crees tú en Cristo, Hijo de Dios? ¿Crees tú en el Espíritu Santo?… ¿Y renuncias al diablo, a sus obras y a todos los falsos dioses, a Donar, a Wodan y a Saxnot?…

San Bonifacio seguirá después muy fiel la norma que se le había escrito: “Mucha delicadeza. Porque a un hombre se le puede atraer a la fe, pero no se le ha de forzar”.

 

Como podemos ver, la gloria de la primera evangelización de los pueblos germanos corresponde con toda justicia a Irlanda e Inglaterra, las cuales, recién convertidas, se convierten a su vez en Iglesias misioneras de gran empuje. De ellas salieron los grandes apóstoles de las nuevas cristiandades, dignas de Pablo y del Patricio o del Columba o del Agustín que ya conocemos.

En su momento, pasaremos a San Bonifacio, también anglosajón, que primero se va a dedicar, por encargo superior, a la reforma de la Iglesia francesa de los reyes merovingios, como veremos en la lección respectiva. Entonces nos tocará seguir sus pasos en la evangelización de Alemania, que constituirá su gloria suprema en la Historia de la Iglesia.

 

 

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