Vimos en la lección 14 cómo era y funcionaba la Jerarquía en los tres primeros siglos. Hoy nos fijaremos los principales Papas de esta Edad Antigua de la Iglesia.
Todos sabemos que el Papa, en cuanto al sacerdocio, es un obispo como los demás, pero con una cualidad, conferida por Jesucristo, que lo distingue de todos los otros: en cuanto a jerarquía o gobierno, no es el primero entre iguales, sino que es el cabeza de todos ellos, como Vicario del mismo Jesucristo. Por eso tiene autoridad suprema sobre todos los obispos y sobre la Iglesia entera, sin sujeción alguna a otra potestad humana.
Con frecuencia nos saldrán en la Historia los Antipapas. Eran los que ellos mismos se proclamaban Papas o eran elegidos ilegítimamente. El peor mal que causaban era el confundir a los fieles, los cuales querían siempre seguir al Papa legítimo, y muchas veces no sabían a quién atenerse hasta haberse esclarecido la verdad. No hay que darles importancia, ya que los antipapas o duraban poco o perdían muy pronto su credibilidad.
La elección del Papa se verificaba al principio por el mismo clero y pueblo de Roma, que elegía libremente al que creía más digno. Así fue hasta el Papa San Félix II el año 483, en la que se entrometió el rey bárbaro Odoacro que mandaba en Ravena. El emperador Justiniano I, aunque no se metiera en la elección, exigía un impuesto para reconocer al Papa. No intervenían en la elección, pero… ¡ya se ve! Querían ganarse para después al futuro Papa. Este cuento no duró mucho tiempo, aunque volvió a resurgir en siglos modernos. Con el Papa San Pío X (1903) terminó definitivamente el problema.
Los Papas fueron desde muy pronto venerados por los fieles. Parece que San Anacleto (años 77-88), el segundo sucesor de San Pedro, fue el primero en cuidar del sepulcro del Apóstol: que se conservara bien y seguro en el Vaticano, donde ha permanecido hasta nuestros días y sigue venerado bajo la cúpula imponente de Miguel Ángel.
En estos seis primeros siglos que abarca la Edad Antigua de la Iglesia hubo Papas magníficos, aunque los de las Persecuciones Romanas metieran muy poco ruido, como era natural, pues su actividad se reducía a dirigir en el silencio a una Iglesia perseguida, y, si en algo se salieron de lo normal, fue en la represión de las herejías que ponían en peligro la fe de Jesucristo. Aunque hay que citar a un San Calixto 1(217-222), que, contra los rigoristas que no admitían en la Iglesia a los pecadores adúlteros y fornicarios y mucho menos a los apóstatas arrepentidos, él, el Papa, les abría a todos sus brazos misericordiosos.
Pero, desde la paz de Constantino (313), los Papas empezaron a brillar con luz propia. Y hubo muchos muy notables. San Silvestre (314-335), que con el emperador Constantino dio los primeros pasos en la Iglesia ya libre; construyó con el emperador las Basílicas de San Pedro y San Juan de Letrán; y celebró el primer Concilio Ecuménico, el de Nicea, en el 325. San Julio 1 (337-352), un héroe en la lucha contra los arrianos, de modo que el concilio de Sárdica (343), ante el prestigio del Papa, logró se adoptase la costumbre de apelar a Roma todos los obispos y de enviarle relación de todas las Iglesias del mundo. San Liberio (352-366), a pesar de la difamación que se urdió contra él por los arrianos, brilló con gran santidad e inició la Basílica de Santa María Mayor. Fue notabilísimo San Dámaso (366- 384), y, más que nadie, San León Magno (440-461). San Siricio (384-399), el Papa que inició decretales o decretos pontificios, tuvo la gloria de construir la Basílica de San Pablo.
Hubo un Papa, Honorio I (625-638), que por su actuación con los herejes monotelitas ─los cuales enseñaban que en Cristo no había más que una voluntad, divina, y no la humana, la del hombre Jesús─, ha llenado páginas y páginas de discusiones en la Historia de la Iglesia. Racionalistas y protestantes lo explotan hasta lo máximo para atacar la infalibilidad del Papa. Iba contra el Concilio de Calcedonia, que definió bien claro: si en Cristo hay dos naturalezas, divina y humana, luego hay dos voluntades, la de Dios y la de Hombre. Entonces, si el Papa Honorio admitía una sola voluntad, el Papa se equivocó y no es infalible. Ciertamente que el Papa actuó a la ligera y fue engañado con las cartas que se le enviaron. Pero no definió nada ni atacó para nada la doctrina ya definida por el Concilio sobre las dos voluntades de Cristo, la divina y la humana.
La ambición de los Patriarcas de Constantinopla fue un auténtico quebradero de cabeza para la Iglesia de Occidente, porque a todo trance querían fuese igual que la de Roma. Querían un Primado exclusivo para ellos. Esto nos lleva a poner dos ejemplos nada más sobre la actitud de los Patriarcas de Oriente contra los papas San Félix II y San Símaco, entre los muchos que se podrían traer. Hay que tener en cuenta que los Patriarcas de Constantinopla estaban a las órdenes del emperador (lección 22).
El Patriarca Acacio (484-510) se declaró abiertamente hereje monofisita, contra el importantísimo Concilio de Calcedonia (lección 18). Se ganó para su causa al emperador Zenón junto con muchos obispos orientales. El papa San Félix II (otros lo llaman Félix III, porque el II fue antipapa), estudió el asunto, y excomulgó al orgulloso e irreductible Acacio, al que primero avisaba con todo amor: “a pesar de dos amonestaciones”. Al mantenerse en el error y el cisma, que armó toda una revolución, el Papa no se intimidó, y escribió a Acacio: “Con esta sentencia que te dirigimos, vete con aquellos en cuya compañía te encuentras tan a gusto. Quedas despojado del ejercicio del sacerdocio, separado de la comunión católica y del número de los fieles. Esta es la condenación que te infligen el juicio del Espíritu Santo y la autoridad de la Iglesia, de la cual somos depositarios”. Le recordaba que de esta excomunión sólo el Papa le podía absolver si se retractaba.
¿Y el emperador Zenón, que apoyaba a Pedro Mongo, Patriarca de Alejandría sostenido por Acacio? Tampoco le tuvo miedo San Félix II, y le escribía: “Ya que tú, oh emperador, encuentras molestas mis consideraciones, remito a tu propio juicio el escoger entre la comunión con Pedro Mongo y la Comunión con el Apóstol Pedro. Una cosa debo advertirte: Dios te escogió para que tengas la autoridad sobre las cosas terrenas, pero con la obligación de dejar la dirección de las cosas de la Iglesia a aquellos a quienes se las ha confiado Dios. No olvides jamás que de nuestro modo de obrar en esta vida habremos de dar cuenta en la otra y de que todos nos hemos de presentar, tarde o temprano, en el tribunal de Dios”.
Este testimonio dice muchísimo sobre la conciencia que el Papa y el pueblo cristiano tenían de la suprema autoridad recibida de Cristo por Pedro y sus sucesores en la sede de Roma. Lo vamos a ver con otro ejemplo, relacionado también con el hereje Acacio.
San Símaco (498-514) fue un gran Papa, aunque tuvo que sufrir mucho desde su elección, plenamente legítima, pero hubo otra simultánea en la que quedó Lorenzo. El pueblo se dividió. ¿Quién era el Papa legítimo? Acudieron en Ravena al rey ostrogodo y arriano Teodorico, noble como siempre, y dio un dictamen acertado: “La Sede Apostólica debe ser para el que primero recibió las sagradas órdenes y haya tenido la mayoría de votos”. Símaco, naturalmente, era el Papa legítimo, que con amable gesto le dio a Lorenzo el obispado de Nocera. Pero Lorenzo se declaró antipapa e hizo un mal enorme a la Iglesia de Roma.
Es tristísimo lo que ocurrió entonces por culpa de Lorenzo. El mismo rey Teodorico, aunque no católico, nunca se metió con la autoridad de la Iglesia, y no sabía qué hacer en tan inexplicables circunstancias: el Papa, llevado a juicio; el Papa, preso; el Papa, que no cedía por nada en su autoridad… Le escribieron al Rey: “Es cosa inaudita y sin ejemplo que el Sumo Sacerdote de esta Sede sea citado a juicio e interrogado”. Pero se impuso la verdad. Escribía el Papa sobre los que le juzgaron: “Sin el Papa, ninguno tiene derecho a mandar a nadie en la Iglesia”. Teodorico le dio la razón al Papa, quitó las armas a los partidarios de Lorenzo y, ¡esto sí que le tocaba a él!, estableció la paz entre los ciudadanos de Roma.
Mientras tanto, en Constantinopla seguía el cisma de Acacio causando estragos como en los días del Papa San Félix II. Al emperador Zenón le siguió Anastasio, a quien el papa Símaco le escribió con la misma energía que Félix a su antecesor: “Respeta a Dios en nosotros, y nosotros respetaremos a Dios en ti. Vuelve tus ojos, oh emperador, a la larga serie de aquellos que persiguieron a la Iglesia. Míralos caídos, mientras que la verdadera religión brilla con tanto mayor fuerza cuanto más violenta ha sido su persecución”. Los obispos fieles al Papa, presos, desterrados, acudieron a él: “¡Ven! Devuelve el vigor a nuestras cansadas manos. Apoya y fortalece nuestras débiles rodillas. Da el justo paso a nuestros pies. Señálanos el camino entre tantos errores. Ilumínanos con la profesión de la verdadera fe que el papa León y los Padres del Concilio de Calcedonia nos legaron”. Dios intervino. Subió como emperador Justiniano I, que acabó para siempre con el fatal cisma de Acacio.
Muy largos han sido los testimonios de San Félix II y de San Símaco. Pero nos enseñan lo que la Iglesia entera pensaba sobre el sucesor de Pedro. Es la suprema autoridad. Nada pueden contra él ni obispos rebeldes ni las autoridades civiles, por legítimas que sean, cuando se ponen contra el Vicario de Jesucristo. El Papa, humilde “siervo de los siervos de Dios” ─como se llamaban los Papas y vulgarizará para siempre San Gregorio Magno─, tenían conciencia de una misión divina a la que no podían renunciar.
A lo largo de toda la Historia veremos cómo la fidelidad al Sucesor de Pedro en la Sede de Roma ha sido la piedra de toque para conocer la autenticidad de la fe en Jesucristo. Veremos debilidades humanas en algunos Papas, poquísimos. Pero veremos, sobre todo, una dinastía humano-divina gloriosa como no se da ni se dará otra semejante.