Un siglo largo desde su conversión realmente esplendoroso, a pesar de las inevitables deficiencias. La conversión española fue seria de verdad.
Conocemos por la lección 21 lo que fueron las invasiones de los bárbaros en España. Los suevos, alanos y vándalos pusieron en peligro total la fe cristiana, sobre todo los vándalos, aunque al fin entraron los visigodos que, vencidos y asimilados los suevos y alanos, lanzaron al Africa a los vándalos y se adueñaron enteramente de la península, que se convirtió en la España visigoda, aunque hereje arriana. Naturalmente, que había una Iglesia floreciente muy arraigada en la fe católica, la cual no se rindió al arrianismo, pero los visigodos, aunque la respetasen, no aceptaban otra fe que la suya, arriana herética. Hasta que en el Tercer Concilio de Toledo del año 589, como vimos en la lección 26, abrazó el rey Recaredo el catolicismo de aquella manera tan clamorosa, tan auténtica y tan completa.
Es curioso lo que vino después. Mientras en otros países, sobre todo en la Francia merovingia, la Iglesia descendía a niveles muy bajos en las costumbres y se hizo necesaria una reforma muy a fondo, en la España visigótica, ya católica, floreció la Iglesia de manera admirable durante todo el siglo VII, desde ese año 589 hasta el 711. Fueron 122 años que la prepararon para la prueba espantosa que sufriría con la invasión del Islam. ¿Dónde hemos de buscar el secreto de aquel florecimiento tan singular de la vida cristiana? Indiscutiblemente, en los famosos Concilios de Toledo ─dieciocho hasta el 711, con el promedio de uno cada seis años─ donde obispos y reyes se aunaron para hacer de España un Estado y una Iglesia ejemplares.
Se adivina la autoridad grande que tenían estos concilios toledanos. En ellos participaban, junto con los obispos, los nobles del Reino, sumisos a la autoridad de la Iglesia. Con aquellos Concilios, los obispos se unían en la doctrina; mataban desde un principio las herejías, que apenas si podían asomar la cabeza; y se dictaban cánones o normas de vida que el pueblo fiel llevaba a la práctica de la vida cristiana. Normalmente los convocaba el rey, porque las decisiones conciliares le interesaban para su buen gobierno, aunque el monarca no se metiera ni en doctrina ni en disciplina de la Iglesia. Se adivina la autoridad y el influjo que tuvieron estos Concilios en la Iglesia española por muchos siglos.
Eclesiásticamente, total. Reyes y seglares no intervenían nada en cuestiones doctrinales y disciplinares de la Iglesia, pero acataban todas las decisiones, que pasaban a ser ley civil.
Civilmente, mucha autoridad también. Porque los obispos intervenían como ciudadanos tan cualificados en las proposiciones reales y las sancionaban como deberes de conciencia.
Popularmente, igual. Pues, sin ser una asamblea democrática, toda la gente estaba representada en los seglares que reyes y obispos convocaban como consultores cualificados.
Obispos, autoridades civiles y pueblo iban a la una en la marcha de la Iglesia y de la Patria. Esto hizo que el siglo VII fuera de gran esplendor para la Iglesia visigótica española. El Rey confirmaba los decretos del Concilio, incluso los tocantes a la Iglesia. Pero no era por cesaropapismo, sino para darles firmeza, si lo creía oportuno, como leyes del Estado.
Sin embargo, un punto muy grave afrontaban siempre los concilios de Toledo, como era la usurpación del trono y el regicidio. Aquellos bárbaros visigodos llevaban metida en la sangre la ambición y la traición, y para ellos era casi una diversión el destronar al monarca reinante, cuyo final podía ser con normalidad la muerte. Los Concilios actuaron justa e implacablemente. Aunque varias veces repetido, valga esta condenación del cuarto Concilio, el presidido en el 633 por San Isidoro de Sevilla:
“Si esta advertencia no corrige nuestros desvaríos, si no logra inclinar nuestro corazón del lado de la salvación común, oigan nuestra sentencia: Cualquiera de nosotros o del pueblo de toda España, que quebrantare con una conjuración o incitación a ella el juramento de fidelidad que prestó en bien de la patria, del linaje de los godos y de la conservación de la salud regia, o diese muerte al rey, o lo privase del poder, o usurpase tiránicamente la corona, sea anatema ante Dios Padre y ante los ángeles del Cielo, sea arrojado de la Iglesia Católica, a la que profanó con su perjurio, y echado de toda comunidad de cristianos, con todos los compañeros de su impiedad, pues es justo que sufran la misma pena todos los que estuvieron unidos en el mismo crimen”.
Por tres veces fue leído este decreto antes de terminar el Concilio, y resulta curiosa la confirmación del pueblo al escucharla, tal como se escribió entonces mismo:
“Quien osare contravenir esta disposición, sea anatema, esto es, halle su perdición el día del advenimiento del Señor, y tanto él como sus compañeros tengan parte con Judas Iscariote. Amén”.
Nada extraño este proceder cuando los obispos y el pueblo tuvieron tanto empeño en mantener la monarquía por elección y no por sucesión, como querían muchos reyes. Y así lo sancionó el cuarto Concilio de Toledo: “Muerto el rey, deben elegir su sucesor los primates del reino juntamente con los obispos y con la anuencia del pueblo… Y los elegidos deben tener una fe muy arraigada; han de ser muy mansos en sus juicios, piadosos, de buena vida y ahorrativos antes que gastadores”.
No podía faltar la interpretación torcida de este decreto, y conviene advertirla por si se leen otras historias escritas por no españoles. La condenación del cuarto Concilio hizo efecto, pero no acabó el mal, ni mucho menos. Aquellos bárbaros llevaban muy metido en su ser el crimen y siguieron varias destituciones que podían parar en regicidios. Pero hubo dos casos muy especiales, en los cuales se ha querido meter a los obispos como colaboradores o, al menos, como encubridores del crimen: la destitución de los reyes Suintila por Sisenando y de Wamba por Ervigio.
Ciertamente que hubo irregularidades muy explicables en las costumbres de aquellos tiempos, pero no las que dicen esos historiadores tendenciosos. Wamba fue un gran rey y gobernante, metido también en los asuntos religiosos, pero con carácter dictador. Había que quitárselo de encima y se inventó el crimen, privándole del uso de la razón con una pócima. Al volver en sí, el rey se dio cuenta de lo que habían hecho con él: hacerle la tonsura e imponerle el hábito de monje. Hoy consideramos esto plenamente reprobable e inválido. Pero entonces, no. El rey, con espíritu cristiano, hubo de dejar el trono e internarse en un monasterio. De ser verdad lo que dicen esos historiadores tan sospechosos, uno de los primeros responsables del crimen hubiera sido el Arzobispo de Toledo San Julián, además de ser sancionado todo por el concilio de Toledo del año 681, cosa que nadie puede admitir.
Las relaciones de los obispos con el Papa resultan también una sorpresa. Son casi nulas, porque no existían graves problemas ni de herejías ni disciplinares que preocupasen a Roma. Los obispos con sus concilios toledanos eran la mayor solvencia de la marcha de la Iglesia. Hubo sin embargo tres ocasiones en que se cruzaron cartas duras entre el enigmático papa Honorio I, el de la herejía monotelita, y que avisó a los españoles no fueran “perros mudos”; y Benedicto II que dudó de la sinceridad de la ortodoxia de los mismos obispos españoles en la aprobación de las actas del sexto Concilio Ecuménico de Constantinopla, el Trulano del año 681. Los españoles, por medio de San Julián de Toledo, contestaron muy picados defendiéndose agriamente, ya que se guiaban siempre por este principio del papa San Gelasio: “Es verdaderamente indigno que se atreva cualquier prelado o clérigo inferior a refutar las prescripciones que enseña y sigue la Sede Apostólica”.
Ni que decir que en la España visigótica florecieron Santos muy grandes, como Leandro de Sevilla, Julián de Toledo, Braulio de Zaragoza, Martín de Braga y tantos más. Abundaron los monasterios masculinos y femeninos con monjes y monjas muy ilustres, ya que en ellos solían entrar príncipes y mujeres de la más alta sociedad, que, además de brillar en la santidad cristiana, elevaron muy alta la cultura del pueblo.
Pero entre todos destaca el Doctor San Isidoro, Arzobispo de Sevilla, el tercero de los cuatro hermanos Santos: Leandro, Fulgencio, Isidoro y Florentina. Sus escritos son incontables. Las famosas Etimologías pasan como la primera enciclopedia producida en el campo del saber. Gran compilador de toda la ciencia antigua, es considerado como la mayor lumbrera de la Iglesia en el siglo VII y el último de los Santos Padres.
Merece mención especial San Ildefonso, Arzobispo de Toledo, gran defensor de la Virginidad de María. Ha sido tradición constante cómo la Virgen se le apareció y le impuso aquella casulla sacerdotal preciosa como regalo por lo bien que con sus escritos había defendido la Virginidad perpetua de la Madre de Jesús.
Un siglo largo verdaderamente privilegiado el de la Iglesia visigótica española. Se le acusa de que estaba muy encerrada en sí misma, pero la verdad es que no necesitaba salir de sus fronteras para buscar auxilio en otras partes. Y ya le llegará la hora de salir hacia afuera para convertirse en una misionera de primer orden.
No hay que dudar de una Providencia especial de Dios, pues tenía a las puertas la prueba más terrible a que se vio sometida nación alguna de las que acababan de nacer al catolicismo: el Islam, que se hubiera tragado a toda Europa de no haber hallado en España un fuerte muro de contención.