Se divide en dos periodos:
Primero: del 1 al 313, año del fin de las Persecuciones Romanas.
Segundo: del 313 al 692, conversión acabada del Imperio Romano y de los pueblos bárbaros invasores, del todo ya católicos.
Naturalmente, esta división es capaz de mucha flexibilidad. No todos los autores la siguen igual. Es cuestión de criterios, todos dignos de atención y respeto.
¿Qué idea debemos tener de la Edad Antigua? En los tres primeros siglos se va a desarrollar la niñez, adolescencia y juventud de la Iglesia ─vamos a hablar así─ en medio de unas persecuciones inauditas. Son las famosas Persecuciones Romanas que se desenvolverán a todo lo largo y ancho del Imperio.
La Paz decretada por Constantino el año 313 es una fecha clave. La Iglesia, en medio de tanto dolor, ha llegado a su mayoría de edad, con todos los pros y contras con que se desarrolla la vida de cualquier sociedad. Con esta paz, vendrá a la Iglesia el florecer la santidad con los anacoretas del desierto y el progreso de la doctrina cristiana enseñada por los llamados Santos Padres, aquellos grandes Obispos y Doctores que nos transmitieron, conforme a la Tradición, la fe más pura de Jesús y de los Apóstoles. Aunque se producirán también en la Iglesia las grandes herejías de la antigüedad, combatidas por los Concilios ecuménicos o universales, tan famosos y trascendentales como Nicea, Éfeso o Calcedonia.
La invasión de los pueblos bárbaros, llamados también los Pueblos del Norte, acabarán con el Imperio Romano de Occidente asentado en Roma ─aunque seguirá en pie el de Oriente en Constantinopla─, y la Iglesia emprenderá la tarea ingente de la conversión de esos pueblos a la fe cristiana, algo que durará tres siglos, pero con esos pueblos ya católicos acabará la Edad Antigua para dar paso a la Edad Media.
Retengamos esta idea de la primera Edad de la Iglesia. Al estudiarla, nos pasmaremos del heroísmo de los mártires, de la santidad prodigiosa de los anacoretas y de la actividad misionera de los primeros monasterios de monjes. Nos dolerán las herejías, y admiraremos la sabiduría de los Padres y de los Concilios. Nos alegrarán los pueblos bárbaros que abrazaban la fe y se bautizaban, pero nos dejarán también la preocupación de lo mucho que faltaba por hacer: civilizarlos y conseguir que sus costumbres fueran en realidad cristianas.