Un Papa que marcó la Historia de la Iglesia para muchos siglos. Cierra el siglo VI y abre el VII (590-604). Miramos complacidos su figura gigante.
Romano genuino, hijo de familia noble y cristiana. Su padre, Senador, ya mayor formó parte del clero romano. La madre, retirada sus últimos años en un convento del Aventino. Sus tres tías, monjas en un monasterio. Y Gregorio, cultísimo en Derecho, Pretor de la ciudad, funda monasterios con sus bienes en Sicilia, reparte el dinero entre los pobres, deja su brillante carrera y convierte su palacio en el monasterio de San Andrés sobre el Celio donde se hace monje. Hasta que el papa Pelagio II lo saca de su soledad para encomendarle el cargo delicadísimo de Embajador en Constantinopla, de donde vuelve el competente diplomático en el 589 para asistir al Papa en las desgracias que asolaban aquel año a Italia: guerras devastadoras de los lombardos, aguaceros imponentes que destruyeron ciudades enteras, como Verona, y la peste que se llevó al mismo Papa al sepulcro. Simple diácono, Gregorio es elegido Papa en el año 590 y consagrado el 3 de Septiembre, con enorme regocijo de toda Roma, conocedora de las grandes cualidades de aquel monje de baja estatura, delgado, paliducho, pero de inteligencia superior y de vida santa por demás.
¿Leyenda? ¿Historia verdadera transmitida por Gregorio de Tours?… Ante tanta calamidad pública, el recién consagrado Papa organizó rogativas penitenciales por toda la ciudad. Al pasar por el puente Elio ante el mausoleo de Adriano, apareció en la altura un ángel que envainaba la espada como avisando: ¡Todo está para acabar!… Mientras tanto, unos ángeles bajaban del cielo a venerar la imagen de la Virgen que era llevada sobre las andas entre cantos y plegarias. El caso es que se calmaron las tormentas, no se desbordaron más los ríos, cesó la peste, y el pueblo admiró el poder taumatúrgico del nuevo Papa, que se ganaba todos los corazones.
El Papa empieza por escribir su Regla Pastoral, más que para los otros obispos para sí mismo, con este programa: “El verdadero pastor de las almas es puro en sus pensamientos, inmaculado en su obrar, prudente en el silencio, útil en la palabra; se acerca a todos con caridad y con entrañas de compasión, y sobre todos destaca por su trato con Dios; con humildad se asocia a aquellos que hacen el bien, pero se yergue con celo de justicia contra los vicios de los pecadores; en las ocupaciones exteriores no descuida la solicitud por las cosas del espíritu, pero no abandona el cuidado de los asuntos externos”. Ya se ve: piadoso y hombre de Dios ante todo; bueno, misericordioso, desprendido del dinero, todo para los pobres; y vigilante celoso de los asuntos de la Iglesia que Dios ha puesto en sus manos.
Habla a los demás, diciéndoselo a sí mismo: “No te preocupes tanto del dinero como de las almas. Los bienes terrenos los hemos de mirar al sesgo; en cambio, hemos de conservar íntegras nuestras fuerzas para el mejor bien de los hombres. Almas, almas quiere Dios del obispo, no dinero”. Y al obispo Gianuario, avaro, vengativo, que, momentos antes de celebrar la Misa de pontifical, había mandado arar el campo de un su enemigo cuando ya el trigo estaba casi dorado para la siega: “Te has hecho tan culpable en tu avanzada edad, que nos veríamos obligados a lanzar contra ti el anatema, si un sentimiento de compasión no nos lo impidiese. Vuelve una vez más sobre ti, ¡oh viejo!, y mortifica esa tu gran ligereza y perversidad en el obrar. Cuanto más te acercas a la muerte, tanto más cuidadoso has de ser de ti mismo y más temeroso de Dios”. Así de bueno y valiente a la vez.
Habla también a los otros sobre el dinero. ¿Y qué hacía él? Era muy rico. Lo personal suyo lo había dado todo a los pobres. Y el mucho dinero que le venía como “Patrimonio de San Pedro” no duraba nada en sus manos generosas. Dice su historia: “Carros de víveres y de manjares preparados circulaban por las calles de Roma para socorro de los pobres. Había repartos periódicos de bienes en especie. El Papa era tan cuidadoso para aliviar la miseria de su pueblo, que en cierta ocasión, habiéndose hallado en un rincón de la ciudad un hombre muerto de hambre, Gregorio se creyó culpable de aquella desgracia y durante algunos días dejó de celebrar el Santo Sacrificio de la Misa”.
Por sus escritos y sus homilías se ganó merecidamente al pueblo. Escritor fecundísimo, aunque con estilo muy poco atildado, hablaba a la gente con amor de padre y le instruía con la sencillez del mejor catequista. Su “Comentario al libro de Job”, llamado también “Morales”, tuvo en la Cristiandad una difusión enorme durante varios siglos, al igual que sus “Diálogos” con vidas populares de Santos; o su “Sacramentario”, que viene a ser un manual de Liturgia, y el “Antifonario” con las partes que cantaba el pueblo en la Misa, para el que fijó las melodías del que ha sido designado el canto gregoriano, tan bello y casi celestial.
En el Registro de sus obras se han llegado a coleccionar 848 piezas, muchas de las cuales son sus cartas innumerables, sobre negocios de Estado o dirigidas a obispos de toda la Iglesia. Y es lástima que se hayan conservado solamente cuarenta de sus homilías, de sencillez encantadora, como la que predicó en la Iglesia de San Pancracio:
“Estamos reunidos alrededor de la tumba de un mártir, y todos ustedes saben con qué género de muerte alcanzó el reino de su gloria. Nosotros, ya que no damos la vida por Cristo, venzámonos a lo menos a nosotros mismos. Con este sacrificio, Dios ve la lucha que nuestro corazón sostiene, y así como dará luego la palma a los vencedores, así también ahora da generosa y larga ayuda a los combatientes”.
Las Iglesias de Oriente y Occidente le llenaban la vida entera. No había en su tiempo herejías especiales, aunque seguían coleteando el arrianismo, el monotelismo, y el monofisismo. Lo peor era la ambición de los Patriarcas de Constantinopla. Cada uno que subía, aunque se mantuviera fiel al Papa, había de hacerle la guerra porque quería ser el primero o al menos igualar al de Roma. Todas las luchas del Patriarca contra el Papa, las resume San Gregorio con estas palabras tan bellas a la Emperatriz Constantina: “Es cierto que los pecados de Gregorio son tantos que merece sufrir esta desgracia; sin embargo, el apóstol San Pedro no ha cometido ninguno para merecer este castigo. La Iglesia Romana sufre con la aflicción de las demás iglesias, las cuales gimen ciertamente por la soberbia de un solo hombre”. Y lo que sabemos todos. Contra la altanería y soberbia del Patriarca de Constantinopla, San Gregorio es quien mejor usó el título que se apropió y que han seguido después todos los Papas hasta hoy: Gregorio, Pío, Benedicto… “Siervo de los siervos de Dios”.
Gregorio fue el gran defensor de Roma y de toda Italia por su valentía con los lombardos, de quienes escribe: “Las hordas salvajes se precipitaron sobre nosotros, y los hombres cayendo en todas partes segados por la guadaña. Las ciudades fueron devastadas, los castillos derribados, las iglesias incendiadas, los conventos de hombres y mujeres arrasados hasta el suelo”. Así era. Hasta Montecasino fue destruido del todo. El Papa logró un tratado de Paz con el rey Agilulfo. Aunque sobre el siguiente asedio de Roma, volvía a escribir el Papa: “Por todas partes estamos rodeados de espadas, por todas partes nos amenaza el peligro de la muerte”. Un nuevo tratado, y otra vez la paz, aunque el Papa hubo de pagar el enorme tributo de 500 libras de oro. Pero Roma e Italia, como en otro tiempo con San León Magno y Atila, se salvaron de la destrucción total. Y hubo más. El papa Gregorio, valiéndose de Teodolinda, ferviente católica e hija del rey de Baviera, influyó sobre Agilulfo, consiguió que bautizara a su hijo Adaloaldo en la Pascua del 603 y preparó el terreno, con la tolerancia a la Iglesia, para que la Italia lombarda se convirtiera después al catolicismo.
El Patrimonio de San Pedro no lo fundó el papa Gregorio, pero fue su gran organizador. ¿De qué se trataba? Desde la paz de Constantino en el 313 fue costumbre hacer al Papa grandes donativos, incluso muchas tierras, para las necesidades de la Iglesia, para los pobres especialmente y los muchos monasterios recién fundados. San Gregorio organizó muy sabiamente aquella enorme riqueza, que con el tiempo se convertiría en los “Estados Pontificios”. Fueron un gran beneficio para la Iglesia, que, aparte de cubrir sus necesidades, daban al Papa ante los Estados civiles una independencia de la que careció la Iglesia Bizantina, esclava siempre del emperador con un cesaropapismo fatal. Pero hay que reconocer que los Estados fueron también un peso para la Iglesia a través de los siglos. Lo veremos más de una vez. Y de manera definitiva en el 1870 por la usurpación de Italia, y en el 1929 por los Tratados de Letrán con la creación del actual Estado de la Ciudad del Vaticano.
Que el papa Gregorio fue un gran misionero nunca lo ha puesto nadie en duda. Sabemos por la lección 29 la conversión de Inglaterra. Sólo por este hecho sería un Papa inmortal. Pero no fue ésta su única empresa misionera. Todas las Iglesias en formación de las Galias, España, Germania, Norte de Africa…, supieron lo que era el celo abrasador de este Papa tan santo y organizador tan genial.
Un famoso historiador racionalista y protestante, Gregorovius, reconoce lealmente: “El poderoso espíritu de este hombre, el más grande de su siglo, penetró en los más remotos países, y en ellos se mantuvo, gracias a él, temida y venerada la Roma santa. Se presentaba con gran dignidad ante los reyes y emperadores y les amonestaba a que administrasen la justicia a sus súbditos y los gobernasen con suavidad y dulzura. Nadie como él comprendió la grandeza de su misión ni la sostuvo con tan gran celo y valentía. Sus afanes y sus relaciones se extendieron a todos los puntos de la Cristiandad. Ningún Pontífice ocupó la cátedra de San Pedro con un alma tan sublime y generosa como la suya”… Nada que añadir.