Los sacerdotes del Templo de Jerusalén estaban divididos en 24 turnos que se repartían el servicio del culto por semanas. Eran muchos los sacerdotes y muy pocas las veces que tenían que ir. Cada uno vivía en su casa trabajando en sus quehaceres propios. Zacarías y su mujer Isabel eran de la aldea de Ain Karin a unos siete kilómetros al suroeste de Jerusalén por la montaña de Judea, y Zacarías iba al Templo cuando le correspondía a su turno. Esta vez le tocó en suerte algo muy honroso: ofrecer el incienso en el altar de los perfumes, dentro de la primera estancia del Santuario, llamada el “Santo”, separado de la vista del pueblo por la primera cortina. La cortina segunda lo separaba del “Santísimo”, en el que entraba solo una vez al año el Sumo Sacerdote el día de la Expiación. Entre la primera y segunda cortina, mirando hacia adelante, el altar tenía a su izquierda el candelabro de oro de los siete brazos, y a la derecha la mesa de los panes presentados.
Aquí entraba hoy Zacarías ayudado de otros dos sacerdotes escogidos por él mismo. Uno de ellos llevaba en una bandeja de oro el incienso, y el otro los tizones encendidos tomados del altar de los holocaustos. Depositado en el altar el incienso y el fuego, los dos ayudantes salieron fuera y quedó solo el sacerdote oficiante, el cual echó el incienso en las brasas encima del altar y llenó todo de un perfume embriagador.
Era una ceremonia muy breve, acabada la cual había de salir rápidamente del Santo el sacerdote y, desde la escalinata, bendecir al pueblo congregado en oración con la solemne fórmula bíblica del “Yahvé te bendiga y te guarde”, única ocasión en que se pronunciaba el nombre inefable de Dios. Esto se hacía dos veces al día, antes del holocausto matutino y después del vespertino.
A este hermoso acto diario acudía mucha gente en los patios de las mujeres y de los hombres. No se lo perdían nunca los judíos que iban en peregrinación a Jerusalén. Del altar de los holocaustos, a causa de las muchas víctimas que ofrecían tantos devotos por medio de los sacerdotes, la columna de humo parecía una torre que se perdía en el cielo sin interrupción. El mismo emperador César Augusto, y pagado desde Roma, tenía encargado ofrecer por él un sacrificio diario de un buey y un cordero.
Pero en este día ocurrió algo muy especial. Ofrecido el incienso, el ángel Gabriel se aparece al sacerdote y le promete de parte de Dios que va a tener un hijo, al que llamará Juan, que será santificado en el seno materno, y que será el precursor del esperado Mesías. Zacarías lo entiende, pero se turba, pone en duda el ofrecimiento de Dios, y pide una prueba:
-Yo de tanta edad, mi mujer vieja y estéril, ¿y voy a tener ahora un hijo?
El Ángel cambia de tono:
-¿Así, que no crees? Pues no te doy la señal que pides, sino un castigo. Vas a quedar mudo hasta que se cumpla lo que Dios te promete.
Sale turbado Zacarías a la escalinata desde donde ha de bendecir al pueblo, impaciente por lo que tardaba en salir el sacerdote, el cual gesticula, no puede pronunciar una palabra, con gestos despide a la gente, y todos comprenden que ha tenido una visión del Cielo.
Regresa a su casa, la pobre Isabel no entiende, pero el caso es que a los pocos días se da cuenta de que espera un hijo. A ver qué va a pasar. Era el primer aviso de Dios, ya que una vez recobrado el poder de hablar por Zacarias, todos supieron lo que había ocurrido en su casa con el nacimiento de Juan.