Solemos llamar a este hecho con un solo nombre, pero en realidad eran dos actos distintos: la purificación de la mujer-madre y la presentación del hijo primogénito para su rescate. Un hecho que popularmente, piadosamente, se suele discutir. Porque algunos piensan:
-Con un hijo concebido y dado a luz virginalmente, y si era el Hijo del Altísimo, ¿estaban sus padres obligados a esta ceremonia legal, de suyo humillante y costosa?
Así se habla muchas veces. Pero el evangelio de Lucas lo narra con naturalidad total: ni a José ni a María se les ocurrió la duda. Era la ley de Dios para Israel, ¡pues a cumplirla al pie de la letra! Así, y sin discusión alguna.
Toda mujer que había dado a luz quedaba impura ante la Ley durante cuarenta días si el nacido había sido varón, y ochenta días si había sido mujer. Para esa purificación legal, ofrecían un cordero en sacrificio de holocausto si los padres eran ricos, o si eran pobres, como en el caso de María, un par de tórtolas o pichones. Se verificaba la ceremonia ante un levita en las escalinatas del Templo sobre el atrio de las mujeres, y no ante el Sumo Sacerdote ni ante el altar, como aparece en las estampas devotas. No hacía falta llevar al niño, pero las madres, especialmente las jóvenes, lo llevaban y lo presentaban ante Dios por devoción, de ahí el llamar en la Iglesia la Presentación a este recuerdo tan bello de la Virgen.
La otra ceremonia era muy distinta. En memoria de la muerte de todos los primogénitos de Egipto, que les trajo a los israelitas el salir de la esclavitud y lanzarse mar abierto al desierto con la libertad, Dios prescribía en la Ley de Moisés que todo varón primogénito entre los hombres, igual que todo macho entre los animales, y las primicias de las cosechas del campo, le pertenecían a Dios.
El hijo primogénito, al ser presentado se convertía en propiedad de Dios, pero era rescatado con la entrega al Templo de cinco siclos, equivalentes a dos onzas y media de plata, y que venía a ser el jornal de un trabajador por veinte días. Era un costo elevado, para los pobres un sacrificio muy serio, y, por lo mismo, sabiendo José que venía un hijo varón y primogénito, iría haciendo sus ahorritos como previsión para cumplir su deber sin lamentarse de nada.
María con el niño y José no llamaban la atención de nadie entre los muchos que pululaban siempre por los atrios del Templo. Hasta que, de repente, un hombre llamado Simeón, que parecía ya algo anciano, se detiene, mira fijamente a madre e hijo y, “¡Éste, éste es!”, grita ante el pasmo de todos.
Se forma un círculo a su alrededor, eleva los ojos musitando una plegaria silenciosa, le toma el niño a María, y con él en sus manos levantándolo al cielo, escuchan todos con asombro:
-Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel.
Lucas ha dicho de Simeón que “era justo y piadoso”, que el Espíritu Santo habitaba en él, y que aquel día había ido al Templo movido por el mismo Espíritu, el cual le había prometido no morir sin haber visto antes al Mesías que todos esperaban.
Pero ahora el bueno de Simeón clava misteriosamente sus ojos en María, le penetra hasta lo más hondo del corazón, y le rasga el porvenir:
-Este niño está puesto en Israel como una bandera de contradicción; y a ti misma, una espada te atravesará el alma.
Estas palabras no esconden para nosotros ningún misterio. Miramos el Calvario y entendemos perfectamente el martirio sin igual de María y su asociación dolorosa a la Redención de Cristo.
Lo apasionante es la profecía de Simeón sobre la figura de Jesús para nuestros días y para todos los tiempos. Respecto de Jesucristo, el mundo es un campo de batalla, con la bandera levantada en alto. Todos la miran. Y ante Jesucristo “bandera” hay posturas totalmente encontradas. Unos le aman -¡le amamos!- con pasión, hasta dar la vida por Él, porque nuestra vida está consagrada del todo a Jesucristo… Otros le odian y persiguen a muerte de manera incomprensible, como a su peor enemigo. ¿Por qué?… Muchos que lo conocen lo miran indiferentes, y viven a espaldas de Él como si fuera un cualquiera; son unos miserables que dan compasión… Volviendo a nosotros, nos duele que haya todavía varios miles de millones que no conocen al que es “luz para alumbrar a las naciones”, y nos hacen trabajar como apóstoles a la vez que pedirle con fuerza a Dios el “venga a nosotros tu Reino”… La figura y las palabras de este viejo Simeón son iluminadoras y estimulantes de verdad.
No han acabado las sorpresas con María y el chiquito en el Templo. Ana, que de jovencita había vivido algunos años casada, ahora con ochenta y cuatro encima no se apartaba del Templo del Señor y en él pasaba los días entregada a la oración y al ayuno, la clásica penitencia judía. Le impulsa el mismo Espíritu que a Simeón, la ilumina, y empieza la encantadora viejecita a convocar a la gente:
-¡Vengan y vean a este niño precioso! Porque es él la redención que esperamos en Jerusalén, él es el Mesías que Dios nos tiene prometido.
Precioso todo. Pasmo de la gente que observa, discurre y comenta, de modo que anota Lucas: “su madre y su padre estaban admirados por lo que se decía del niño”. Dios les iba descubriendo paso a paso los destinos de Jesús.
Y a nosotros, al leer ahora estos hechos, nos señala lo que es Jesús en la vida cristiana. Para nosotros que, mejor que Simeón o que Ana, hemos conocido, sostenido, recibido y tratado tanto a Jesús, la muerte no nos significa nada, bienvenida sea cuando quiera. Será para ir a estar con el Señor Jesús, después de haber luchado con valentía mirando siempre “la bandera”.