MEDITACIÓN DEL DÍA:
María supo muy bien lo que era vivir sólo de la fe, fiándose de una promesa. Su hijo Jesús no tuvo una vida extraordinaria: vivió con ella unos 30 años, no se casó, ni le dio nietos. Después abandonó Nazaret y fue de pueblo en pueblo anunciando el Reino de Dios. Jesús no tenía casa propia ni trabajo fijo. María no entendía nada… ¿Dónde estaban las promesas de la Anunciación? Y, después, recordando las palabras del Ángel, ¿cómo experimentaría ella el hecho de ver a su hijo muriendo en la cruz? ¡Qué dolor y soledad sentiría!
Como mujer creyente, confiaba, en medio de la incertidumbre y del dolor. Seguía diciendo a Dios “Hágase”. Y, como madre, guardaba en su corazón cada fragmento de la vida de Jesús, cada una de sus palabras… Y todo irradió luz con la Resurrección. Desde la Anunciación hasta la Pascua la vida de María fue entrega y abandono total a Dios, con alegre esperanza, con valentía y compromiso. Por eso es llamada “luna llena”, “aurora”, “sol”…
Cuando nos sentimos perdidos, solos, temerosos, cuando nos invade el miedo de tal manera que no nos deja ver nada más, cuando la inseguridad y la duda se hacen dueños de nosotros, entonces es cuando la presencia de nuestra Madre nos reconforta.
María viene con su Luz para que veamos con mayor claridad, para dar colorido a nuestra vida, para que sepamos asumir con serenidad cualquier situación o problema. Ella sabe de esperanza, ella tiene corazón de madre y se conmueve al vernos sufrir, y también goza con nuestras alegrías. Sólo nos pide una cosa: “Haced lo que Él os diga”.
¿Acudo a María en momentos de dificultad? ¿Qué actitud de María me ayuda a vivir mejor mi propia experiencia de fe?